jueves, septiembre 16, 2010

La memoria del saber


Hace un par de semanas tuve el privilegio de visitar la Biblioteca Nacional con mi amiga Ana Paula. Ana es una mujer llena de inquietudes vitales. Y tiene la buena costumbre de contagiártelas. En algún lugar de mi imaginación pensaba en este edificio como un inmenso mausoleo, lleno de saberes inevitablemente arrumbados en la memoria colectiva. Cuando mi padre ganó un premio de ensayo, los tipos de su editorial depositaron un ejemplar del libro en esta piscina de páginas. Por lo visto, es un procedimiento que se sigue con todos los libros alumbrados en nuestro país.

Pensar en ello me da buenas vibraciones. Puede que tardemos millares de generaciones en aprender a convivir de un modo cívico. Pero al menos algunos de los nuestros tienen la suficiente conciencia como para preservar lo que se va escribiendo (a veces pensando, a veces también intuyendo). No niego que en los depósitos que se realizan cada año haya hojarascas de repeticiones. Pero, ya sabes, a veces para llegar a algún sitio tienes que gastar muchas agujas de un disco llamada aprendizaje.

Lo primero que me llamó la atención de la Biblioteca Nacional es el modo en que conjuga modernidad y tradición. Se erige en el Paseo de Recoletos (números 20 y 22, metros Colón y Serrano), muy cerca de la Plaza de Colón. Si os pica la curiosidad, podéis apuntaros a una visita guiada por teléfono. Ya os adelanto que la experiencia no os dejara indiferentes. Y lo mejor de todo es que es gratuita. A veces mola que funcione el concepto de papá estado.

Nos tocó en suerte una guía tan despistada como erudita. La primera parte de la visita discurrió por una serie de habitaciones subterráneas donde la luz está proscrita; asimismo, las estancias están adobadas con una temperatura proclive a la humedad, de tal forma que se crean unas condiciones óptimas de conservación para los manuscritos.

Cuando entras en esa galería de recuerdos, adquieres conciencia del estirón tecnológico que ha pegado la humanidad en poco más de un siglo. Antes de que se creara la imprenta, en el corazón del siglo XV, la humanidad preservaba su saber a través de pergaminos, papiros y hasta placenta de bebés humanos (sí, como lo leéis). Materiales todos ellos proclives a conservar el tacto indeleble del conocimiento, aunque por el camino dobleces inapropiados (ni se os ocurra hacer un pliego a la antigua usanza, como sucedía con los tratados astronómicos en el tiempo donde discurre la película Ágora o con los edictos de Ricardo Corazón de León) pusieran en peligro el contenido.

Desechada la idea de doblar los discursos en forma de cilindros, uno queda cautivado con algunas maravillas en forma de copia del Cantar de Mío Cid. En ese punto, nuestra cicerone pone el acento en la generosidad de la familia March, que es mallorquina pero se ha expandido a la capital con una fundación que promueve diferentes actos culturales. Es decir, dinero llama a sensibilidad y ésta convoca a conciencia del pasado (y medios para visitarlo, recrearlo y pensarlo).

Ahora nos parece irreal, pero durante la práctica totalidad de la historia de la humanidad que nos precede, la mayoría de la gente era analfabeta. Saber leer y escribir era un privilegio. Un distintivo de sabiduría a la manera de lo que hoy día pueden ser los recursos de un políglota. Una situación que se ha prolongado hasta hace bien poco. Para que os hagáis una idea, en 1877 sólo el 28% de la población española sabía leer.

Esta situación estaba más inflamada en épocas como el medievo, el renacimiento o la era moderna. Por aquel tiempo, ser príncipe implicaba tener una pasta, acceso a toda clase de conocimientos exclusivos y poder ligarte (que no comprometerte) a (casi) cualquier doncella de tu reino. Dicho así suena idílico, pero casi da más miedo, por enorme grado de arbitrariedad e injusticia de la situación (sí, aunque te tocara a ti, algo dentro de tu conciencia debía decirte que las piezas no encajaban).

Por no hablar del importante grado de capricho y estupidez (incentivada por el entorno) que debía fomentar la gente de la corte. No vamos a decir que esa clase de realidades hayan desaparecido (piensen en el señor Berlusconi), pero al menos ahora, en un cuarto de la población humana existe esa realidad que conocemos como clase media, un hombre común y relativamente abundante, relativamente instruido también, que nos da relativa esperanza de que nuestra especie no vaya irse al carajo más pronto que tarde.

En el recorrido había innumerables motivos para fascinarse. Por ejemplo, cautiva contemplar de cerca las filigranas que componían con su letra los monjes amanuenses, cuyas goyerías con el trazo escrito y su ilustración supusieron un precursor directo del arte renacentista que eclosionaría a la luz del antropocentrismo.

Más adelante, nos quedamos de piedra al ver los incunables. En este punto, la guía enfatizó que sólo puede darse tal denominación a los libros alumbrados por la imprenta en el siglo XV. Me perdí un poco con su explicación, pero creí entender que reciben este nombre porque en sus primeros años de vida las tiradas de libros suponían en sí mismas un acontecimiento singular, distinto por sí mismo. Así pues, no hay tantos incunables en este mundo como pensábamos. Exclusividades del bendito invento de Guttemberg, el tipo que más veces aparece en los apuntes de un estudiante de periodismo.

Sea como fuere, el recorrido triunfa porque establece una cronología clara y didáctica de cómo ha evolucionado el fenómeno de invención, asimilación y propagación del conocimiento (y entretenimiento ilustrado). Ana y yo nos asombrábamos, también reíamos, con las formas casi arqueológicas y recias de las máquinas de escribir, los primeros bolis o aquellos papeles para calcar que tanto empleamos en nuestra infancia para, por ejemplo copiar mapas, y que hoy días parecen artículos de coña.

También es interesante el modo en que el mundo literario se convirtió en mercado. Paralelo a la alfabetización de las masas, los más avezados vieron la oportunidad de hacer comercio. Por suerte, la mayoría de ellos también eran gente cultivada, con un afán de dar cauce a los escritos con más calidad de su época y precedentes. Negocio e instrucción colectiva. Según la interpretación de nuestra maestra (no seré yo quien le lleve la contraria), el segundo concepto que primaba antaño se ha sustituido por una redundancia del primero. Por eso hoy día vivimos en el imperio del best seller (un argumento más para recelar de ellos).

En sí, estos superventas no me parecen mal. Son entretenidos, están escritos con un tempo ágil y adictivo, y mantienen en la gimnasia lectora a millones de personas. El riesgo es que la adoración a esta clase de historias se convierta en un monocultivo, porque son la clase de libro que claramente genera un margen de beneficio más amplio. Y ya sabemos que la simplificación empobrece, más si se ignora a las mentes más apreciables de nuestra tribu.

La pasarela concluye con el advenimiento del libro electrónico, más conocido como e-book. Es portátil, sobrio, ligero. Y, al contrario de lo que pensábamos los más escépticos, se lee muy bien; no es como un ordenador. El grueso de sus palabras y la legibilidad de su pantalla lo hacen atractivo. Ahora mismo es bastante caro y por eso no está muy popularizado. Pero en breve se abarataran los precios del aparato. Y no hace falta ser un lumbreras para entender que comprar nuevos o viejos textos (algo así como un ‘pincho cualificado de información’) acabará siendo muy positivo, tanto para nuestros bolsillos como para la salud de los bosques del planeta.

Sea como fuere, siempre quedará algún hombre isla, sensible y extravagante, sabio y singular, que conserve libros de papel y olor, de recuerdos y tacto. Gente conectada con lo esencial de nuestra naturaleza que seguirá practicando la lectura como una perfecta fusión de lo estable y lo imaginado, lo mental y lo físico. Es decir, gente sabia que cultive nuestra naturaleza primordial: mente, corazón, deseo…

Tras ascender de las profundidades de la conservación, nos adentramos en una soberbia sala de lectura. Llena de luz, fichas y enjambres de estudiosos que se entregan a la lectura con una devoción que no es descabellado pensar podría obtener un gesto de aprobación de parte de aquellos monjes copistas.

Por el camino, habíamos ascendido unas escaleras serenas donde vimos a Menéndez Pelayo, relajado y vigilante, dar la venia a talentos como Sarmago, Dámaso Alonso o Vargas Llosa, escritores que, entre otros primeros espadas de nuestra literatura, han sido premiados con uno de los mejores reconocimientos: figurar en el salón de pompa y sabiduría de un lugar en el que se conservan cientos de saberes. Y, lo que es mejor: se explica cómo se gestaron, los formatos con los que han ido transmitiéndose en la noche de los tiempos y donde también se proyectan ideas sobre cómo evolucionaran en el futuro.

Hasta finales del siglo XIX se ignoraban estos métodos de conservación, algo que han padecido muchos volúmenes antiguos. Por suerte, ahora se han sistemzatizado su cuidado en el mundo occidental. Probablemnte, en sitios como este perdure la posibilidad futuro de nuestra especie. Quería escribirlo para expresar esa intuición y sobre todo para darle las gracias a Ana por incitarme a estos viajes.

Dado que corren tiempos duros para los periodistas, también quería aprovechar esta ocasión para informaros de que en breve incluiré publicidad en misteriosas. Consideradlo una oportunidad para mantener vivo y mejorado este cuaderno de aventuras. También como un incentivo para que clicéis en alguno de los anuncios que veáis si os motivan. Pensad que en cierta manera estáis contribuyendo a que esta aventura perdure.
Gracias, como siempre.

5 comentarios:

Aurora Moreno Alcojor dijo...

¡Qué gran post! ¿Cuánto te ha pagado la Biblioteca Nacional por esto?,jajaja.
No me queda claro lo de placenta, pero, si duda, en cuanto vuelva a Madrid me apunto a una de estas visitas guiadas. Me ha encantado.

Saludos!

Pedro Fernaud Quintana dijo...

jajajaja, muchas gracias Auro, pues ahora que lo dices...Podría proponerles un pago por la promoción que les hecho ;-)

Respecto a lo de la placenta, antaño empleaban algunas placentas de recién nacidos como sorporte para escribir, por lo visto eran un soporte muy agradecido para escribir sobre ellas...

Aurora Moreno Alcojor dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Aurora Moreno Alcojor dijo...

Pues si lo de la placenta era raro, mira lo que publica hoy El Economista: "El semen era la mejor tinta invisible de principios del siglo XX": Y lo dice el Servicio Secreto británico, que todo lo sabe.

Pedro Fernaud Quintana dijo...

Vaya, menuda curiosidad. Se presta a la broma...Gracias por la información 'chicharrera'.