martes, octubre 30, 2007

Involuntariamente brillante



Cuando empiezas a leer te quedas fascinado con el estilo incansablemente brillante de gente como Umbral. Cada una de sus frases es una pequeña explosión de belleza que acaba llenándolo todo de ingenio, sugerencia y hasta desasosiego, porque ya se sabe que alguien que se empeña en llamar la atención todo el rato acaba cansando. Pasa el tiempo y maduras. No es que le reproches nada a aquel viejo escritor castellano, aprendes a valorar más incluso la cantidad de talento y trabajo que convocan cada una de sus sentencias pero comprendes también que detrás de sus provocaciones se esconde un alma resentida con el mundo, que necesita aprobación en cada paso.

Todas la necesitamos y el propio Umbral decía admirar la contención. Por eso supongo que, esté donde esté (apostaría a que en una tasca metiendo mano a la diosa del vino) no se enfadará mucho si hoy señalo a Enric González como un referente.

A fuerza de pegar algunas piezas de su biografía lo imagino como un tío infinitamente curioso, con facilidad para beber lo que sea, escéptico de los que se curan con una ironía, elegante y lo suficientemente obsesivo como para relatar historias al detalle.

A veces ese gusto por el dato satura la lectura, pero otras le da una extraña forma poética, el lirismo de los niños cuando diseccionan algo desde una perspectiva olvidada o inédita. Hace un par de semanas leí uno de los libros más consumidos de este periodista catalán: Historias de Nueva York. Digo consumidos porque sus páginas se leen del tirón. No son muchas, pero se dejan querer. Con razón, el tío Enric confiesa que si por él fuera lo condensaría todo en epigramas. Tiene guasa viniendo de alguien con la memoria tatuada de referencias variadísimas que descolocan y cautivan al que se acerca.

En este libro González, que tiene la mala cabeza de ser hincha del Inter y el Espanyol, escoge un puñado de historias para dejar su impresión de la capital del mundo occidental. Queda la sensación de una ciudad donde todo es posible. Concebida por los libertarios holandeses, la naciente York (luego llegaron los guiris) americana no tardó en convertirse en un foco de inmigración de un buen puñado de pueblos europeos: irlandeses, italianos, escoceses...Sobre ese pastiche cultural, combinado con los nativos, hispanos y afroamericanos, se ha cincelado una urbe llena de energía, donde los sueños se cumplen a fuerza de voluntad y resulta fácil deprimirse si uno está desorientado.

Un lugar donde los rascacielos se convierten en las catedrales de nuestro tiempo (a quién no le gusta el dinero y el éxito) y los deportes nos conectan con nuestro viejo vicio de la supervivencia y celebración. Por eso quedan tan bien las historias de mafiosos que empobrecen el mito. O que lo mejoran, como aquel chiflado que espantaba a los transeúntes de Little Italy, así durante decenios, para acabar siendo descubierto como capo número uno de un gigantesco emporio de negocios turbios.

Hay más, claro. Filántropos o magnates como Hearst o Murdoch, tipos con una buena neurosis, que vendieron a su madre para prosperar. Son historias que definen un pueblo.
Pero lo que de verdad interesa de este libro son las vivencias del autor. Dispersas en un puñado de frases que amenizan y conmueven. A través de ellas conocemos el alma atormentada de Ricardo Ortega, aquel periodista de Antena 3 que murió asesinado en Haití. Un tipo que hablaba ruso y “un inglés aproximativo”, que relató el drama de Chechenia y que gustaba de beber licores imbebibles mientras buscaba huecos que no había en una agenda siempre a punto para nuevas conquistas femeninas. También se traza un boceto del hambre y promesa que arrastraba Julio Anguita Parrado, otra víctima de la guerra, esta vez de la de Irak.
Para ser honestos, los relatos de González son tan prolijos que a veces no tengo más remedio que desconectar. Demasiado detallista, consigue que te quedes ajeno al relato. Pero de repente encuentras frases perfectas: sencillas y brillantes.

Porque hay que decirlo, detrás de la aparente falta de pretensiones de González hay muchas horas de trabajo o de lecturas o de talento, vaya usted a saber.

Sus relatos son entretenidos pero no superficiales, están depurados con las dosis justas de melancolía, precisión, ironía y estilo. Conoces las anécdotas con una sonrisa. Una anécdota que te lleva a comprender mejor un momento o una sociedad gracias a su tono dialéctico. Pero de repente se te hiela la sonrisa. “No pude llorar por la muerte de Ricardo. Tampoco pude, ni puedo llorar por la muerte de mi hija. Sin embargo, lloré, y mucho, por la muerte de mi gato. Debo de tener algún problema en el lagrimal”. A veces escribes para eso. Escribes para curarte. No se te ocurre otra forma de si quiera drenarte el alma. Con las palabras escasas el tipo conmueve cien veces más que si hubiera empleado un tono sentimental o sensiblero.
Para eso se escribe. Para dejar a la vista tormentos que de otra manera acabarían pudriéndote. Enamorado de la nieve que cubre las calles neoyorkinas. Insinuando que nunca volverá a la gran manzana y apareciendo por allí a los pocos meses. Así es Enric González, el tío que te cuenta cómo es la vida en Italia a través del fútbol, el chico que pocas veces se cansa de mirar el mundo, el vagabundo que pocas veces se siente solo porque le pagan por aprender a memorizar (y celebrar) el mundo.

lunes, octubre 29, 2007

Azul


El sitio que nunca conoceré está en algún lugar del trópico. Allí la gente se deja hacer en español mientras las mujeres toquetean. El lugar al que yo pertenezco no lo conoceré en vida porque tengo demasiada facilidad para preocuparme. Pero eso no quita para un mental. Veo unas barcas y con ellas la posibilidad de encender estrellas a las horas más turbias. La veo a ella, preocupada y desinhibida, haciéndonos perder el equilibrio mientras el agua nos descubre. Quizá lo que no veo es porque todavía no lo he encontrado. Al menos de esa manera (aquí dentro). El lugar al que yo futuro es un sitio en el que tengo hambre y me permiten saciar la sed mientras los miedos se me relajan y las adolescentes me cubren de tierra tibia. El sitio que nunca conoceré está más allá del recuerdo y tiene una gruta con una inmensa charca tan pronto se llena de pompas como recibe un coro de amazonas. Esas chicas tienen dos pieles, a veces hasta tres (relajaciones) y relatos que nunca se repiten. Me refiero por supuesto a la respiración.

lunes, octubre 22, 2007

El sabor de una coca cola


Casi no queda tiempo, pero conviene asegurar la posesión. Hay nervios pero sobre todo ganas de recibir la pelota. Jorge se abre al otro lado del campo. Agacho el espinazo y pido la pelota, el movimiento mil veces ejecutado con la imaginación, amago hacia un lado me muevo hacia otro y surge el semigancho que toca la tabla y entra la canasta. El éxtasis. Y salimos corriendo hacia todos lados. Los compañeros fundidos en un abrazo donde descubres un oxígeno desconocido. Estoy muy contento. Estoy entusiasmado. Por momentos como esos uno juega al baloncesto.
Los mejores los viví con mi amigo Jorge cuando teníamos once años. Aquel año no perdimos ningún partido. Escuchábamos como a un maestro zen al entrenador. Cada pequeña lección sobre el juego y los estudios era grabada a conciencia. Nunca podré olvidar el mejor cansancio de cuando el míster nos regalaba una coca cola y unas papas fritas mientras comentábamos entusiasmados la mejor jugada o las dificultades de tipos que ya entonces eran gigantes. Tampoco borraré aquella victoria contra el Estudiantes (C) con ocho puntos de cada uno. O la manera en la que los dos nos crecimos en la final del torneo del Stella Maris, donde aprendimos a superar la presión ambiental.
Si tienes coraje se puede mirar hacia el cielo. Jorge era, en cierta manera, lo opuesto a mi. Tenía altura (entonces yo no andaba mal de eso) pero sobre todo tenía mucha clase. Jugaba con el gusto diletante de los que van a hacer algo diferente. Por amor a la virguería. Nunca perdió esa preferencia. Por eso veneró hasta la broma a Míchel, aquel tipo que hizo grande el callejón del 8 en un Madrid que todavía hoy es recordado con nostalgia por la calidad de su juego.
Con el tiempo llegaron las borracheras y las distracciones. Pero Jorge nunca se dejó tentar. Los suyo era fascinarse delante de una pantalla gigante de cine, mientras seguía interiorizando la elegancia y una broma como mejor válvula de escape a las situaciones más exigentes del día a día. Era un tío tranquilo dispuesto a sacarle las mejores cuentas al mundo: un partido del Madrid, primeros amores fugaces, goles desde el medio del campo como portero y sobre todo la risa. Además de una extraña forma de cumplir con brillantez en los apuros académicos cotidianos.
No dejaba de sorprenderme porque en la universidad seguía saliendo ileso de apuros que antes o después nos desgastaban al resto. Por aquel tiempo dejó destellos de lo que podría haber sido un nuevo grande. El suyo era el sello de gente como José María de la Casa o Jose Manuel del Toro. Puro sentido común que, generación tras generación, construye una sensación de que todo puede y a salir bien.
En la universidad exploró el mundo y le dio tiempo para entusiasmar a una chica de calendario a la que prefirió no destrozar el corazón. Él prefería otras mujeres. Todo o nada. Y el todo se estaba haciendo de rogar un poco. Hasta que apareció Carmen. Tardé un par de años en conocerla. Pero mereció la pena. Carmen es una de esas chicas que te hacen sentir cómodo casi desde el mismo momento en que la conoces. Simpática, atenta y con la timidez justa como para pensar en ella como alguien excepcionalmente agradable.
Hace ya dos semanas navegan juntos por toda Argentina, el país de los extremos donde pacen los mejores cuentistas del planeta. Tuve la suerte de asistir a su boda y sentirme como un personaje de Scott Ftgerald mientras sonaba jazz y probaba canapés de salmón. Casi me quedo en el techo mientras los amigos nos dejábamos llevar por la juerga y la camaradería en una serie de manteos de la que tampoco se libró el novio... La ocasión sirvió para hacerme moderadamente feliz mientras los veía ejerciendo de perfectos anfitriones, con esa armonía contagiosa. Felicidades, amigo.

viernes, octubre 19, 2007

17-0


Se supone que anteayer por la noche cambié un aquaruis por unas líneas. Se supone que yo ahora debería estar rebanándome los sesos por cincelar un par de páginas de cultura para el diario donde me pagan los vicios. Se supone también que esta botella tenía que estar en circulación desde el miércoles. Pero así son las cosas. El mecanismo de la memoria tiene sus propias reglas.
Esta noche asistiré a una cena. Allí me encontraré con un puñado de grandes amigos, gente que ha estado en las mareas y las celebraciones. Todo empezó hace diez años. Éramos tres chavales con ganas de revolucionar el mundo. Pero aquella tarde (todavía funcionaba la inercia del toque de queda) cogimos varias botellas de varios licores y nos plantamos en el mítico parque de Tribunal. Eran los cumpleaños de Davide y Fran. Su estreno en la mayoría de edad. El sol nos cegaba y nos dedicamos a rememorar anécdotas de fútbol, sexo y del instituto. Poco a poco empezamos a proyectar mejoras y curiosidades, la actividad por excelencia muchachesca.
Las estrategias competitivas de los genios de la NBA y alguna anécdota que ilustraba la grandeza de su carácter. Las bromas alrededor de los adultos que se encastillaban en su aburrimiento y paranoia. O la textura de los muslos de alguna ninfa de otras edades (nunca tuvimos suerte con la suerte de las de nuestra quinta). Seguro que más de la mitad de lo que evoco en este pergamino es pura invención. Lo que es seguro es el recuerdo de la piel: el efecto de la bebida relajando el cuerpo y la euforia llenando la cabeza. La convicción de ser indestructibles y la confianza de que podríamos cambiarlo todo. El calendario estaba lleno de playas y triunfos inminentes. Aquel día hasta nos animamos a bromear con algunos malotes del instituto mientras seguíamos con la ingesta suicida de ron, ginebra y whisky. Tres muchachos (Fran, Davide y este cronista) y un objetivo: vaciar cinco botellas. Cuando Nacho (señor Chete para los amigos, señor Kiwi si solo atendemos a su preferencia) llegó ya sólo veíamos a princesas pijas moviendo a velocidad imposible el caballito que adornaba sus furiosos pechos. El resultado era tan previsible como una rabieta de Shuster: acabamos desvariando. En el caso de Fran también echando la papilla, mientras se iniciaba en su facilidad para crear disparates memorables; a su lado, Comendatore, el hombre que con el paso del tiempo bebería más y mejor, probaba lo que luego serían avioncitos (dícese de la habilidad de Davide para desplegar las alas mientras ingiere alcohol sin piedad). Y nos reíamos. Quizá no fueron los mejores tiempos. Pero eran los nuestros. Y a la mínima los recordamos con añoranza. Después vinieron infinidad de aventuras, con más muchachos que en realidad siempre estuvieron ahí. Pero esa ya es otra historia (que por cierto ha documentado con gracia insuperable el tío Davide en una de las ventanas que tenéis a la izquierda, la de lo importante no es dormir). Esta tarde quería acercaros al mito fundacional del grupo. O dicho de otra forma: quería que entendieseis el significado de ese cántico de casi todas las noches: La-araraaralara-larararararararara 17-0, 17-0, DIEEECISIEETE OOOO.
El día que aprendimos a caer con estilo.

jueves, octubre 11, 2007

La mejor noticia




No se me ocurre ningún otro momento más especial. Ayer mi viejo amigo Alex me contó que va a ser papá. El muy zorro había escondido la buena nueva durante siete meses con todas sus lunas, en las que su novia Elena estaba alentando el milagro con toda la dedicación de las mamás primerizas. Enhorabuena a los dos. Lo mejor del viaje empieza a ahora. Todo han sido cambios en estos días para mi amigo. También se ha marchado de casa y ha creado su propio lugar en el mundo, algo que no se reduce solo a gastar toda la pasta gansa que tienes (y la que no tendrás).
Don Alejandro (ya no te podré mirar con los mismos ojos compañero) siempre fue un pionero para algunas cosas. El primero en echarse novia formal. El que más rápido se sacó el carnet de conducir. El primero en plantearse retos imposibles (una vida entregada a las causas humanitarias, argumentar la lógica de robots que todavía no existen...). Y, por qué no decirlo, el primero en flirtear con quinceañeras incautas cuando las salidas discurrían al ritmo del calimocho.
Pasó el tiempo. Nos hicimos mayores. Se nos desplomaron algunos sueños. Y nos refugiamos en la noche. También ahí se notó el carácter excesivo del señor Echeverría; no he visto a nadie con más sed en mi vida. Y no sólo en el sentido literal (esos rones caribeños). También en varios coincidentes. Mujeres y lugares. Aventuras y mujeres. Anécdotas y mujeres. Fue el primero en sistematizar un método para sacar el sí que todas las chicas llevan dentro. Lo tenía todo para lograr el objetivo: gracia, inteligencia, atractivo...A veces le perdía la sed, pero rápidamente giraba sobre sí mismo y seguía convirtiendo la broma en una guía para no aburrirse.
En algún momento lo noté perdido en su desfase, pero siempre supe que tenía una energía especial que salir adelante y convertirse en alguien más completo.
Particularmente, tengo un buen puñado de buenos recuerdos que no serán fáciles de perder. Como cuando llegó al equipo de baloncesto, desgarbado y talentoso, haciendo coreografías improbables alrededor del aro. El cabrón tenía clase, pero nunca llegó a implicarse demasiado en el equipo, supongo que es lo que tiene ser nuevo en el instituto y que la gente de un grupo se conozcan desde hace demasiado tiempo. Aún así recuerdo con cariño el buen rollo que generaba a su alrededor. Su llegada supuso un reto para espabilarnos y personalmente gané un amigo, un tío con el que era fácil bromear y hablar de temas profundos sin tener la sensación de ser un extraterrestre.
Ya de mayores, es uno de esos tíos que te inspira cuando hablas con él, porque siempre está cargado de proyectos...No para. Y lo mejor es que sigue siendo muy fácil reír con él por cualquier tontería. Seguro que sabrá transmitir esa energía a su nene. Entretanto, ha sido (joder, no dejas respiro) el primero en cargarse el rollo peterpanesco de que los muchachos tenemos miedo al compromiso.¿La clave? Esa energía especial a la que antes me refería. Si tienes un sueño, no lo dudes: fluye con él. Mi amigo sabe cómo.

lunes, octubre 08, 2007

Montañas de desesperación


“Si ellos fueran uno de nosotros, también pasarían del tema”. Hace tiempo una amiga me dijo algo parecido para hacerme ver que no es posible cambiar el mundo con pensamientos culpa. El instinto de supervivencia nos lleva a mirar primero por nosotros. Una prioridad que sólo cambia de verdad con los cachorros de la camada. Hay tendencias grabadas a fuego.
Pero asumir ese egoísmo genético no quita para preguntarse por el derrumbamiento colectivo. No sé muy bien de donde recogí esta foto, lo que es seguro es que es una montaña de desesperación. Creo que la acción transcurre en alguna mina de Brasil. No hay horizonte. No hay problemas que no sean apretar los músculos y olvidar el estómago. Es la imposible lucha contra la destrucción. Dicen existen seis mil cuatrocientos millones de seres humanos arañando el planeta. Más de un tercio condenados a la más absoluta pobreza. Y otro tercio largo en una situación muy parecida. ¿Qué se puede hacer?
Apenas sí nos queda conciencia.
Apenas sí nos queda conciencia. Y sus músculos son una revolución derrotada. Ya no cambiaremos el cielo. Sus pensamientos son una roca perfecta. Afilada y vacía donde escupir la desesperación. Siempre hay miedo. Pero a veces sólo puedes concentrarte en tus salvajes vacíos. Blasfemar por debajo de la plegaria y enfrenarte a tu destino con la mejor resignación. Sobreviven no los más inteligentes, ni los más preparados, ni los más fuertes, tampoco los más soñadores, alzan sus brazos de espuma los que tienen una mínima porción de futuro; la salvaje conducción de una chica, el recuerdo de un recuerdo, los que acaban de llegar. Imaginaciones para un tiempo mejor. Siempre es siempre aunque estemos repitiendo desgracias. Porciones de calidez se reparten por mi cuerpo y me dejan tranquilo. Tengo tanto dolor que acabo por no recordarme. Escarbo en la risa de estar broma. El derrumbamiento es mío. Enloqueciendo con toda dignidad. No es cierto. Aquí no hay tiempo para la locura. Si acaso para la extinción. Por eso estoy braceando. Algo me inclina a negarme negarme como aquel abuelo simio, abuelo futuro que algún tiempo atrás le pegó un corte de mangas a las mareas o gigantes animales que cada noche prometían extinguirle.