Los libros que viven en una estantería equivalen a un plano de las necesidades del alma de su 'poblador'
The books that live on a shelf equivalent to a plane of the wants of the soul of its resident
Haikus, liras, sonetos, submarinismo emocional...cine, series, baloncesto y algo de literatura; arrebatos y destellos para darle arraigo a la posibilidad. Lo mejor está por venir. A través de esa idea, vivo, disfruto y ordeno la realidad, que construimos juntos cada día :-). Un blog de Pedro Fernaud Quintana
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lunes, mayo 14, 2012
martes, octubre 30, 2007
Involuntariamente brillante


Cuando empiezas a leer te quedas fascinado con el estilo incansablemente brillante de gente como Umbral. Cada una de sus frases es una pequeña explosión de belleza que acaba llenándolo todo de ingenio, sugerencia y hasta desasosiego, porque ya se sabe que alguien que se empeña en llamar la atención todo el rato acaba cansando. Pasa el tiempo y maduras. No es que le reproches nada a aquel viejo escritor castellano, aprendes a valorar más incluso la cantidad de talento y trabajo que convocan cada una de sus sentencias pero comprendes también que detrás de sus provocaciones se esconde un alma resentida con el mundo, que necesita aprobación en cada paso.
Todas la necesitamos y el propio Umbral decía admirar la contención. Por eso supongo que, esté donde esté (apostaría a que en una tasca metiendo mano a la diosa del vino) no se enfadará mucho si hoy señalo a Enric González como un referente.
A fuerza de pegar algunas piezas de su biografía lo imagino como un tío infinitamente curioso, con facilidad para beber lo que sea, escéptico de los que se curan con una ironía, elegante y lo suficientemente obsesivo como para relatar historias al detalle.
A veces ese gusto por el dato satura la lectura, pero otras le da una extraña forma poética, el lirismo de los niños cuando diseccionan algo desde una perspectiva olvidada o inédita. Hace un par de semanas leí uno de los libros más consumidos de este periodista catalán: Historias de Nueva York. Digo consumidos porque sus páginas se leen del tirón. No son muchas, pero se dejan querer. Con razón, el tío Enric confiesa que si por él fuera lo condensaría todo en epigramas. Tiene guasa viniendo de alguien con la memoria tatuada de referencias variadísimas que descolocan y cautivan al que se acerca.
En este libro González, que tiene la mala cabeza de ser hincha del Inter y el Espanyol, escoge un puñado de historias para dejar su impresión de la capital del mundo occidental. Queda la sensación de una ciudad donde todo es posible. Concebida por los libertarios holandeses, la naciente York (luego llegaron los guiris) americana no tardó en convertirse en un foco de inmigración de un buen puñado de pueblos europeos: irlandeses, italianos, escoceses...Sobre ese pastiche cultural, combinado con los nativos, hispanos y afroamericanos, se ha cincelado una urbe llena de energía, donde los sueños se cumplen a fuerza de voluntad y resulta fácil deprimirse si uno está desorientado.
Un lugar donde los rascacielos se convierten en las catedrales de nuestro tiempo (a quién no le gusta el dinero y el éxito) y los deportes nos conectan con nuestro viejo vicio de la supervivencia y celebración. Por eso quedan tan bien las historias de mafiosos que empobrecen el mito. O que lo mejoran, como aquel chiflado que espantaba a los transeúntes de Little Italy, así durante decenios, para acabar siendo descubierto como capo número uno de un gigantesco emporio de negocios turbios.
Hay más, claro. Filántropos o magnates como Hearst o Murdoch, tipos con una buena neurosis, que vendieron a su madre para prosperar. Son historias que definen un pueblo.
Pero lo que de verdad interesa de este libro son las vivencias del autor. Dispersas en un puñado de frases que amenizan y conmueven. A través de ellas conocemos el alma atormentada de Ricardo Ortega, aquel periodista de Antena 3 que murió asesinado en Haití. Un tipo que hablaba ruso y “un inglés aproximativo”, que relató el drama de Chechenia y que gustaba de beber licores imbebibles mientras buscaba huecos que no había en una agenda siempre a punto para nuevas conquistas femeninas. También se traza un boceto del hambre y promesa que arrastraba Julio Anguita Parrado, otra víctima de la guerra, esta vez de la de Irak.
Para ser honestos, los relatos de González son tan prolijos que a veces no tengo más remedio que desconectar. Demasiado detallista, consigue que te quedes ajeno al relato. Pero de repente encuentras frases perfectas: sencillas y brillantes.
Porque hay que decirlo, detrás de la aparente falta de pretensiones de González hay muchas horas de trabajo o de lecturas o de talento, vaya usted a saber.
Sus relatos son entretenidos pero no superficiales, están depurados con las dosis justas de melancolía, precisión, ironía y estilo. Conoces las anécdotas con una sonrisa. Una anécdota que te lleva a comprender mejor un momento o una sociedad gracias a su tono dialéctico. Pero de repente se te hiela la sonrisa. “No pude llorar por la muerte de Ricardo. Tampoco pude, ni puedo llorar por la muerte de mi hija. Sin embargo, lloré, y mucho, por la muerte de mi gato. Debo de tener algún problema en el lagrimal”. A veces escribes para eso. Escribes para curarte. No se te ocurre otra forma de si quiera drenarte el alma. Con las palabras escasas el tipo conmueve cien veces más que si hubiera empleado un tono sentimental o sensiblero.
Para eso se escribe. Para dejar a la vista tormentos que de otra manera acabarían pudriéndote. Enamorado de la nieve que cubre las calles neoyorkinas. Insinuando que nunca volverá a la gran manzana y apareciendo por allí a los pocos meses. Así es Enric González, el tío que te cuenta cómo es la vida en Italia a través del fútbol, el chico que pocas veces se cansa de mirar el mundo, el vagabundo que pocas veces se siente solo porque le pagan por aprender a memorizar (y celebrar) el mundo.
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miércoles, enero 31, 2007
La suela de mis zapatos

Podría ponerme melancólico y relatar los amaneceres porteños desgastados con mis zapatillas azules, hoy día al borde del desahucio. Pero prefiero señalar uno de esos libros que te enseñan a escribir (vivir) mejor. ¿Y qué significa mejor? En este caso: la palabra precisa descolgándose sin miedo por todos los ambientes, desde el fútbol a la barriada más desfavorecida. Pasando por el mundo del boxeo, la alta política y las bajas pasiones del espectáculo que lo engrandecen en la misma manera que le restan misterio. En este caso significa escribir sencillo y brillante, concreto y divertido, siempre con la ironía (y ternura) a punto para llenarlo todo de surrealismo, encanto y memoria. Con una sintaxis recia, que entretiene y desparrama inteligencia en la conciencia del lector.
No todo son caramelos. También hay una buena dosis de sarcasmo. Pero eso lo hace todo más real y carismático.
Sucedió a mediados de los sesenta. Un tipo que se hacía llamar Martín Girard se pateaba de esquina a cumbre la Barcelona de entonces; una Barna saqueada, triste y sin apenas vanguardismo (apenas la Gauche Divine) poco que ver con la que decenios más tarde sería celebrado por un puñado de temerarios madrileños. En ese confuso territorio convivía la tristeza de Pelé, las bellezas de Batista, aquel dictador cubano previo al de ahora, el mal humor de Di Stefano o las cervezas y siestas de un centenario de Sarriá que sólo se convenció de la idoneidad de dejarlo cuando murió su mujer (por qué no decirlo) en una tarde de nieve.
Unos pasajes para entristecerse y reír un rato. Así era la vida entonces. Cuando la gente iba de cara. Cuando los periodistas tenían valentía y talento, irreverencia y lecturas. Claro que el señor Gonzalo Suárez (Remando al Viento, el Detective y la Muerte), al poco se hizo escritor y director de cine. Y ahí entra en juego la opinión de un tal Julio Cortázar: “Escritor que hace cine, cineasta que regresa a la Literatura? De cuando en cuando hay mariposas que se niegan a dejarse clavar en el cartón de las bibliografías y los catálogos, de cuando en cuando, también, hay lectores o espectadores que siguen prefiriendo las mariposas vivas a las que duermen su triste sueño en las cajas de cristal".
Por mi parte, privilegio en mi memoria el disparate que debió ser una cena con Buñuel, en la que el genio reía, criticaba, improvisaba nuevas vidas y dibujaba lucidez sobre el mundo y el cine como quien se rasca la cabeza.
También queda una escena que habla de todos los tiempos. El periodista quería seguir la trayectoria de una semigloria españolista; brasileño y de natural amable. Tras varios pasos en agua, estaba a punto de dejarlo. Pero abrió la puerta el negro y su mujer, el (intuimos) precioso y alborotado culo de su mujer, se escondía habitaciones adentro dejando tras de sí el desorden de la mejor batalla. El caso es que al tío le habían puteado a base de bien. Pero lejos de bajar la cabeza mantenía una dignidad poco frecuente. El brasileño del que nadie se acordaría decenios después, sonreía con su mejor deje melancólico y declamaba: “No les guardo rencor. Porque querer a quien te quiere no tiene mérito. Lo difícil es lo otro”. La escena, el libro (mi libro), ojalá el día, terminaba con la puerta cerrándose de nuevo y las risas de la mujer. La gloria (de nuevo) a punto.
No todo son caramelos. También hay una buena dosis de sarcasmo. Pero eso lo hace todo más real y carismático.
Sucedió a mediados de los sesenta. Un tipo que se hacía llamar Martín Girard se pateaba de esquina a cumbre la Barcelona de entonces; una Barna saqueada, triste y sin apenas vanguardismo (apenas la Gauche Divine) poco que ver con la que decenios más tarde sería celebrado por un puñado de temerarios madrileños. En ese confuso territorio convivía la tristeza de Pelé, las bellezas de Batista, aquel dictador cubano previo al de ahora, el mal humor de Di Stefano o las cervezas y siestas de un centenario de Sarriá que sólo se convenció de la idoneidad de dejarlo cuando murió su mujer (por qué no decirlo) en una tarde de nieve.
Unos pasajes para entristecerse y reír un rato. Así era la vida entonces. Cuando la gente iba de cara. Cuando los periodistas tenían valentía y talento, irreverencia y lecturas. Claro que el señor Gonzalo Suárez (Remando al Viento, el Detective y la Muerte), al poco se hizo escritor y director de cine. Y ahí entra en juego la opinión de un tal Julio Cortázar: “Escritor que hace cine, cineasta que regresa a la Literatura? De cuando en cuando hay mariposas que se niegan a dejarse clavar en el cartón de las bibliografías y los catálogos, de cuando en cuando, también, hay lectores o espectadores que siguen prefiriendo las mariposas vivas a las que duermen su triste sueño en las cajas de cristal".
Por mi parte, privilegio en mi memoria el disparate que debió ser una cena con Buñuel, en la que el genio reía, criticaba, improvisaba nuevas vidas y dibujaba lucidez sobre el mundo y el cine como quien se rasca la cabeza.
También queda una escena que habla de todos los tiempos. El periodista quería seguir la trayectoria de una semigloria españolista; brasileño y de natural amable. Tras varios pasos en agua, estaba a punto de dejarlo. Pero abrió la puerta el negro y su mujer, el (intuimos) precioso y alborotado culo de su mujer, se escondía habitaciones adentro dejando tras de sí el desorden de la mejor batalla. El caso es que al tío le habían puteado a base de bien. Pero lejos de bajar la cabeza mantenía una dignidad poco frecuente. El brasileño del que nadie se acordaría decenios después, sonreía con su mejor deje melancólico y declamaba: “No les guardo rencor. Porque querer a quien te quiere no tiene mérito. Lo difícil es lo otro”. La escena, el libro (mi libro), ojalá el día, terminaba con la puerta cerrándose de nuevo y las risas de la mujer. La gloria (de nuevo) a punto.
martes, octubre 31, 2006
Retratarse retratando

“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio.” Desde luego, Truman Capote (1924-1984) no conocía la contención cuando se trataba de hablar de sí mismo, una honestidad y una brillantez que tampoco le faltaban cuando miraba por la ventana del papel en blanco y vertía sus testimonios sobre la vida que discurría ahí afuera.
En su momento, a Capote se le estudiaba como uno de los referentes del nuevo periodismo, esa escritura donde convergía la verosimilitud de los reporteros y el arte de los creadores. Ahora se intenta explorar su personaje con películas notables donde queda de relieve su hambre de reconocimiento y la entrega con la que se abandonaba a la literatura y los excesos.
Pero sí de verdad quieres conocer al ser humano, a ese escritor que rebosaba frescura y acierto a la hora de filtrar sucesos y conciencias con las palabras, leelo. Visita por ejemplo Música para camaleones, un muestrario de cuentos, rarezas, reportajes y autoconfesión que conmueven e inspiran casi sin descanso.
Surgirá algún pero, claro. El exceso de localismos o algunas pegajosas obsesiones: los asesinos y sus motivaciones o el envanecimiento personal. Pero apenas si se nota, porque lo importante discurre durante una lectura donde te puedes sentir más inteligente, más sensible, más desolado también, más lúcido y consciente en suma. Y el mérito corresponde, claro, a esa implacable retratista del mundo real, el señor Capote, el tipo que crea relatos fantásticos y sugerentes solo con ejercitar la memoria y su talento para la puntuación y los diálogos.
El libro contiene vida y desgarro en cantidades industriales, pero hay dos piezas que conmocionan por encima del resto: Día de trabajo y Hola desconocido. En la primera, acompaña a una mujer de la limpieza durante su jornada. Lejos del aburrimiento, Capote compone un fresco lleno de sugerencia (por los sitios que visitan) y ternura (por la latina mujer que se confiesa). La segunda, rezuma inquietud y poesía con una rara conexión personal entre un cuarentañero y una quinceañera.
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lunes, septiembre 18, 2006
Liberación concéntrica (II)

Sí, hay turbación en esas habitaciones. Mujeres que se replantean el sentido de sus existencias lejos de casa. La desesperación y algunas de las historias más interesantes surgen con la placidez del descanso o la abundancia. Por el camino, intuimos algo de las gentes de México. Su habilidad para sentirse cómodos y taciturnos en el silencio. La naturalidad con la que celebran las pequeñas alegría y destierran la ansiedad porque las cosas no salgan bien (casi siempre). El misterio de unos ojos profundos. La desinhibición de unas aldeanas que como sus numerosas familias han aprendido a conciliar con naturalidad religión y pobreza, incertidumbre y armonía, sexo y supervivencia.
Para relatar estos contrastes la autora prescinde de barroquismos, pero no se rinde al lugar común. Y con esa voz propia articula una sucesión de narraciones, donde se entremezcla la mirada de la exitosa madre de familia, la mujer invisible de puro convencional, la chica americana ingenua o la brillante y autodestructiva intelectual enganchada al alcohol. Pero no cae en la trampa de los arquetipos, explora a fondo los sueños y logros (además de las insatisfacciones) de unas mujeres en permanente repentina búsqueda. Hermanadas al fin por una unión prohibida, que crea a su alrededor una onda concéntrica de liberación mental y física. Para emprender un nuevo rumbo que puede conducirlas a la extinción, la duda sistemática y la esperanza. Un viaje que inquieta y emociona.
(Por cierto: El único tío con el que hay un poco más de implicación, podría convertirse en un referente muchachesco. Escéptico, reflexivo, hedonista y divertido. En apariencia, un poco apocado y algo perro. Pero con buena mano para encontrar su sitio en el trópico, con noches fermentadas en el sexo y la placidez de las cervezas que vive junto a sus chicas, un conjunto de mujeres con el sí a punto con las que el mundo se vuelve en un lugar sólo con presente, donde el placer y el abandono nos envuelven mejorando el precedente de aquella cuna donde te pasabas comiendo y durmiendo todo el día).
Liberación concéntrica (I)

Al otro lado del océano existe un universo paralelo donde la gente también se enfada y celebra en castellano. Con la diferencia de que allí hay mucha más gente y energía, con ese impulso propio de las naciones adolescentes, de reciente civilización occidental, con infinitas posibilidades derivadas de sus no demasiado explotados recursos naturales.
En ese ambiente, se estiran países como Méjico, el lugar donde surge el amor y engaños de esta historia. En algún lugar de esa tierra, allí donde hay riqueza natural y no muchas comodidades, una empresa establece una colonia de sus trabajadores para que desarrollen una presa que suministre agua a la región.
El modus vivendi de los habitantes, en su mayoría españoles, depende de si son o no parte activa de la empresa. Dicho en plata: ahí los que trabajan son los hombres, que se pasan toda la semana laborando en la presa. Entretanto, durante cinco días plácidos y aburridos, las esposas tejen una red de contactos sociales tan convencionales como para que una recién llegada traductora de textos, esposa de uno de los ingenieros, sea expuesta a la insaciable curiosidad de la mayoría.
La encargada de concebir el drama y aventura (el libro se llama 'Días de amor y engaños') en esa situación es Alicia Giménez Barlett, la misma que ha creado la exitosa saga de Petra Delicado, la detective más famosa de la novela negra española. Así pues he de confesar que, fiel a mi trabajada ignorancia, la única referencia con la que contaba de esta autora era la cara de Ana Belén poniendo escepticismo y sugerencia a Petra (compañera en el santoral) en una serie de corto recorrido que emitió Telecinco 5. (La semana pasada conocí a Giménez Barlett gracias al periódico y me ha parecido una señora -aunque ronde la cincuentena, transmite jovialidad- agradable, cercana, con lo que se redondea la buena impresión sobre el libro).
Pronto se disipó la nebulosa; la novela está notablemente escrita. Sin artificios. Con una precisión que maravilla, sobre todo a la hora de reproducir con palabras los estados mentales de las mujeres protagonistas; más densas, complejas y turbadoras que sus esposos. Y engancha. Hasta el punto de que cuando te quieres dar cuenta no eres tu el que buscas la lectura, es la historia la que te encuentra. Es muy raro que te ventiles un tocho de casi cuatrocientas páginas en apenas tres noches.
El motivo de esa voracidad es que Giménez Barlett conoce con bastante detalle las frustraciones del alma humana. Así como las facultades de nuestro deseo, con esa facilidad de la piel por sublevarse, que cambia las inhibiciones de la mente por una sobredosis de vitalidad. Algo que acaba causando estragos en una sociedad donde (y apenas reparamos en ello) parece estar consensuado un solo camino para moldear las inquietudes de decenas de miles de individuos.
lunes, julio 03, 2006
Algo más

Estas líneas van dedicadas a Fran, tito Fran, uno de los mejores bebedores y más nobles y divertidos amigos que he encontrado en este viaje. El agradecimiento me permite también celebrar su exitosa (y más que merecida) noche del sábado, que nos recuerda a todos que la verdadera derrota es no intentarlo. El caso es que el señor de los excesos tuvo a bien regalarme Brooklyn Folies, la última novela de Paul Auster. Y el regalo ha resultado ser un estallido de imaginación. Y de metafísica. Y, claro, de entretenimiento.
Ya había leído algo de Auster: Fantasmas, uno de los libros que conforman su triología mágica sobre Nueva York. El libro está bien escrito, es absorbente, jugaba al despiste, indaga como nadie en las telarañas mentales que se tejen en soledad (a veces para mejorar lo que ocurre, otras muchas para aterrarse con los interiores fantasmas). El caso es que la historia me gustó, pero no me entusiasmó.
Algo que sin embargo sí puedo afirmar respecto a Brooklyn Folies. Un caleidoscopio donde queda referida la riqueza de vidas y cosmovisiones que encierra el municipio más habitado de la capital del mundo occidental: Brooklyn. Nueva York. Las multitudes. Las prisas. Una oleada incesante, frenética, de actividad cultural, lúdica o laboral. Canchas de basket en plena ciudad. Vagabundos. Ejecutivas hermosas sin descanso. Parques oceánicos. El anonimato en mitad del ruido y estrépito. El mejor sitio donde ignorar a la mujer que te acaba de abandonar (James dixit). Un sitio que sienten cercano millones de personas. Aunque jamás lo pisen en vida.
La historia gira alrededor del cerebro y el corazón de Nathan, un sesentañero que ha sobrevivido a un divorcio, un ataque del corazón y la implacable exigencia que supone extender seguros como una máquina humana que debe controlar todas las variables para dar en el clavo.
Nathan no está solo. Recupera la energía de la ciudad. Pronto se reencuentra con Tom, El Doctor Pulgarcito, ese sobrino con el que conectó desde el primer momento. El chico destinado a grandes empresas. Brillante, consumidor compulsivo de la mejor y más laberíntica literatura. El caso es que ahora Tom está desmejorado. Con problemas de sobrepeso, con una creciente inseguridad. Se dedica en cuerpo y alma a la conducción de un taxi y ha arrumbado los sueños para un rato más tarde. Nathan teme que ese más tarde se convierta en una despedida. Estrecha lazos con su sobrino y traba amistad con el jefe de éste, Harry, un librero de pasado tan turbio como inclasificable. Un granuja simpático. También podría sugerir acerca de Bella y Perfecta Madre, Ruffus o Rachel, la hija de nuestro protagonista.
Pero todo esto es poco. Hay un par de historias sobre dos insignes escritores que reflejan como pocas la vulnerable condición humana. Sus emocionantes intentos por superar la autodestrucción. De eso sabe bastante Lucy, una criatura indefensa colmada de imaginación y ternura. Una princesita que se agarra a su ingenio para no acabar en el infierno. Perceptiva como pocos adultos, ella sabe cómo arrancar las carcajadas de sus espontáneos padres, cómo superar el trauma de un abandono y, lo más importante, cómo hacerse adorable en cualquier escenario gracias a su curiosidad y su inimitable instinto para el juego.
En cierta manera, este libro me situó en un estado de ánimo parecido al que me sobrevino leyendo El Guardián de El Centeno. Cómo si sintieras que la vida puede y debe ofrecerte algo más.
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