viernes, julio 21, 2006

Te contagio con 65 palabras


La muerte volviendo a la plaza central. Mi angustia. Nadan los amigos y una risa casi ininterrumpida. El agujero negro de la memoria. Inconformismo jugando con palabras. La cercanía. Y no sabes muy bien lo que buscas. Entonces tu sonrisa llena el cerebro con el sonido del mar. Cómo te pones a mirarme. Cantidad de destellos en los ojos. Los labios. Tu vida. 65 minutos.

martes, julio 18, 2006

Consumiendo la madrugada


Existe una ley no escrita que exhorta a los poetas a cincelar sus composiciones en la clandestinidad de la noche, presas de la fiebre o la inspiración. Todo nace de un deseo intenso, concretado o no. De una fantasía donde se entrecruza todo lo que podría haber sido y todo aquello que ya no podrás borrar. Nada se dice de los encargos en ese país del lugar común poético. De escribir, por ejemplo, porque un amigo quiera embellecer el recuerdo de una de sus derrotas nocturnas.
Pero el otro día en mitad de una charla llena de bromas y melancolía, Davide me pidió una nota para evocar la madrugada en la que Roy Keane cayó fulminado por el empuje de Steven Gerrard. Y aunque se supone que debería haber rechazado cortésmente el ofrecimiento, nada me costó saltarme la ley que a fin de cuentas fue construida para, llegado el momento, ser ignorada de la misma manera en que algunas veces las chicas bellas y altivas bajan la guardia.
Roy Keane tiene el mentón marcado y la mirada profunda. Le gusta el whisky escocés. Durante la semana se levanta a las siete de la mañana. Los sábados nunca se acuesta antes de esa misma hora. Tiene a gala no fallar a los amigos. No obstante, no es un tipo de palabras gratuitas, castiga la barra de un bar con la misma tenacidad con la que se niega a mover los pies en unos bailes en los que no cree. Lo suyo es acción, reacción. Lo mismo escribe un tratado perfecto sobre como discurre un día cualquiera en Boston que revisa hasta la extenuación la saga del Padrino. El tío Roy no entiende de términos medios.
Por eso, en su día flirteaba con cualquier desconocida a condición de que fuese lo suficientemente bella y misteriosa. Porque no sabe lo que es la contención engulló hasta diez copas seguidas en aquella noche gastada en uno de los templos pijos que tanto adora (las pijas guapas, faldas rosas, risa floja, las pijas monas nunca te decepcionan, nunca te prometen más de lo que aflojan, me dijo una vez).
La noche empezó suave como una pinta irlandesa. Una camarera, amiga de uno de sus mejores camaradas en el centro del campo, le invitó a un par de emparedados etílicos que le pusieron a punto para el derrumbe. Entretanto, una bella pija no dejaba de regalarle su falda rosa; aquella coreografía era como para marearse. El tío Davide reía, con esa carcajada del que ha decidido que por esta vez será ella quien se quede con las ganas. Está demasiado divertido, lento como una burbuja y locuaz como en los mejores días, empieza a evocar sus mejores recuerdos en el campo del juego. Reparte tres o cuatro pases para llenar de simetría el juego de sus compañeros, pero empieza a notar la carga de no haber probado bocado desde las tres de la tarde.
Al lado, enfrente, quien sabe ya, un joven espigado y fuerte, llamado Steven Gerrard se quita el traje de la timidez y empieza sus recorridos de ida y vuelta. Está hastiado de tanta timidez, de ser conocido por sus compañeros como el único que no ha besado los labios de una mujer a los veinte. Tiene condiciones. No me lo imaginaba tan guapo, le dijo una vez una novia de uno de ellos cuando se enteró de que no había averiguado mujer todavía. Esa época ya ha pasado.
Steve embiste como un toro. La genética le ha bendecido con un gran saque y comienza a ganar terreno. El tío Keane está con los plomos fundidos. Entonces llega el inevitable traspaso generacional. Steve empieza a reír y hace un par de bromas respecto a su rotundo bajón. Ya no estás para estos trotes, dice tras haberle robado un par de sonrisas a una atrayente morena. No va a pasar nada, masculla entre dientes Keane, nunca liderarás un gran proyecto. Lo dice sin rabia. Al contrario. Rebosa dignidad y no puede evitarse la lucidez de quien ha protagonizado un puñado pequeño pero memorable puñado de momentos gloriosos.
Steve recula un poco. Se da cuenta de que el viejo toro lleva catorce horas sin probar bocado. Cualquiera se resentiría jugando 90 minutos tras dos meses de inactividad. Gerrard tiene planta y condiciones, golpea bien a la pelota. Cuatro o cinco años después ganará la copa de Europa, celebrará su amor de película y será envidiado por la dulzura, elegancia y belleza de su emperatriz.
Pero nada de eso es comparable al humor y el espíritu emprendedor de Keane, que puede tenga sus accesos de carácter o no tenga el pase más preciso, pero que nunca permitirá que los suyos pasen ridículo. Él prefiere los desafíos, las frases definitivas y los licores densos. Gracias a su sangre de conquistador, conocerá nuevos mundos, trabará amistad con indígenas y fundará una forma de mirar el mundo llena de ironía, valores y la risa de quien sabe como estremecer a una mujer guapa como pocas y cariñosa como ninguna.

jueves, julio 13, 2006

Princesa anhelante


Por una de esas extrañas formas de desorientación que nadie entiende, a veces la semana se convierte en una sesión continua de cine. Una parte de mi, me recuerda que no puedo ser tan pasivo. Otra más sabia y desgarrada dice: váyanse al carajo.
Cuando consumes celuloide acaban pasándote cosas interesantes. A veces pasan unos meses, pero algunos fotogramas se te quedan grabados en la mirada y de repente en una noche, en un momento de descubrimiento acabas encontrando la frase más sabia o divertida del momento. La forma de mirar más conveniente para decirlo todo. Todo. Sin palabras. El cine ayuda a vivir. A vivir de una manera más interesante.
Para que eso suceda necesito películas que me conmuevan o que me hipnoticen o que me saquen del vacío que a veces amenaza con no dejar entrar nada más.
El caso es que anoche la descubrí. Una chica con la piel temblorosa, los modales de una inconformista y la mirada de una loba. Princesa Mononoke. Vivirá en Japón. Cuando la humanidad haya retrocedido a un tiempo medieval, donde las tradiciones niponas colisionen con el progreso occidental al que ellos se engancharán más compulsivamente que ninguna otra civilización.
Música absorbente, a medio camino entre el clasicismo y la melodía que bailan las chicas en un anuncio de Menorca. La historia tiene a un muchacho (prometedor y abrumado) como delfín de enganche. Un chico desgarrado entre su pertenencia a los humanos y la armonía y el odio que le consumen. Es joven y apuesto pero tiene demasiada conciencia como para no averiguar por qué esas gentes buenas y algo aburridas adoran con tanta vehemencia al progreso.
Qué me dicen. Una coctelera donde los fantasmas son lentos y buenos, donde las chicas no llevan maquillaje ni nada que no sea un kimono y un trozo grande de carácter. Donde los animales son agresivos, bellos, tenebrosos y metafísicos; con la sabiduría cansada de los moradores del bosque.
Buenos atormentados, malos inteligentes, misteriosas cautivadoras o miedosos sobrevivientes (mayoría de los que sentimos la historia). Es una película, siéntese, donde se entrecruza la leyenda mitológica, los incesantes nuevas preguntas y esa terrible paciencia con la que los sámanas siguen poniendo en entredicho nuestro estilo de vida.
Hay también, porqué no decirlo, una princesa que vive y sueña con los lobos. Que lo quiere todo y que se asusta cuando alguien, un chico, le gusta. Princesa Mononoke. Ojos grandes. Espalda cautivadora. Y la belleza insuperable de quien nunca se sentirá gusto con nuestra vocación autodestructiva.

sábado, julio 08, 2006

A un centímetro de la gloria


Vamos a suponer que trabajas en una empresa de cuarenta personas. Vamos a pensar que 26 de esos 40 individuos deciden participan en una porra respecto a quien va a ser el campeón del mundo en el Mundial de fútbol, que se celebra en Alemania en plena canícula de 2006.
Ya se, es un poco adolescente, pero vamos a suponer un poco más. Decides participar, porque aunque no te entusiasmen esos juegos (te han llevado a más de un callejón sin salida) tienes que reconocer que alguna vez te han reportado una importante suma de adrenalina.
Puestos a jugar, entran en concurso las primeras dudas. Apuestas con el cerebro para que cuando eliminen a la selección te quede la aspiración de seguir deseando la victoria de algún combinado, aunque su juego te haya provocado siempre alergia. O dejas que fluya tu corazón, pones tus preferencias en armonía con tus simpatías y escoges a aquellos que respetan la belleza del juego, incluida tu melancólica, perdedora y destelleante selección.
Después de unas breves ráfagas de incertidumbre y evocando pasajes pasados, decides seguir la corriente a todas tus paradojas: el poco cerebro que te queda (datos objetivos que permiten inferir alguna probabilidad mayor que otra), intuición (la situación límite de un fútbol, la clase de un centro del campo) y una buena dosis de deseo (que la cabeza no te obligue nunca a ir contra el corazón) en la misma jugada.
Resultado: contra todo pronóstico, pasas a encabezar la porra a partir de octavos de final. La gente te jalea. La gente te envidia. La gente lo celebra contigo. Conforme discurre la gloria, te corresponde una de las partes más cuantiosas.
Quedan dos partidos y llevas nueve puntos de ventaja al segundo. Pero ya no puedes sumar más créditos y el segundo ha designado al alemán Klose como máximo goleador del torneo; es más que probable que reciba diez puntos éste domingo. Resultado: te quedas a un centímetro de la gloria. La gente te afea el desconsuelo, te dicen que pienses en los 24 de detrás, en los 50 euros que te vas a embolsar (170 para el primero).
Qué importa eso, rabias sin demasiado convicción, a nadie le gusta caer en el último minuto de la prórroga. Entonces recuerdas, el único tachón, cuando te sentiste arrogante europeo y pusiste Paraguay en lugar de la Suecia inicial. Con ese sentimiento de culpa que te sigue condenando. Hay, sin embargo, varios motivos para llenar el cuerpo de serenidad. El recuerdo de Arsenio, aquel viejo lobo gallego, cuando asumió con estoicismo la desgracia de quedarse a un paso del olimpo. Con el corazón roto, dijo algo así como es un juego, la vida sigue, sin ninguna convicción pero con toda elegancia. Caer de esta forma le da un aire memorable (la pequeña y llevadera tragedia del Depor nunca se borrará) al asunto (simpatía por los perdedores). Adiós al engorro organizativo de invitar a los cuarenta tíos en un acto en el que no crees demasiado (las invitaciones deben ser espontáneas, y cercanas). La suerte como porción fija que acaba llegando: si esta vez la fortuna te ha dado la espalda con tanta convicción es porque todavía te guarda una porción de sorpresas para por ejemplo este verano. En fin, la derrota es uno de los mejores argumentos para llenar unas líneas, quizá un corazón, tal vez una sonrisa triste.

martes, julio 04, 2006

Guiño al antihéroe


Hay películas que desde el mismo momento de su proyección se convierten en leyenda. Eso le ocurre a Sin Perdón, cuya factura es relativamente reciente (1992) pero cuyas imágenes evocan una vieja historia, la de los hombres peleando con su conciencia para aniquilar o no al prójimo, para hacer velar la justicia por el medio más directo posible.Sobre esta historia, distinguida con cuatro Oscars, se ha escrito mucho. En la mayoría de las veces con tono elogioso. En según que apreciaciones, con exageración. Y puede que el arranque de la película, algo pausado, algo violento (nada comparado con la traca final) espante a los menos pacientes, pero si aguantan el tirón, no se arrepentirán.El punto de partida de la historia que refiere es relativamente arquetípico. Dos ex bandidos (Eastwood y Freeman), dos hombres integrados en el sistema tras años de desmanes sucumben de nuevo a la tentación del dinero fácil; un grupo de prostitutas ofrecen una jugosa cantidad de dinero a cambio de que algún cazarecompensas vengue a una de ellas, cuya cara ha sido acuchillada de manera inmisericorde por un grupo de jóvenes vaqueros.Pronto descubrimos que las cosas no son tan sencillas como se proponen. Los dos viejos forajidos están cubiertos de contradicciones, son tipos duros, curtidos en cientos de asaltos pero al tiempo tienen un desarrollado sentido de la justicia y la amistad. En el otro vértice de la justicia está el sheriff Hackmann, un tipo que utiliza la crueldad hasta límites aterradores para imponer la justicia en su condado.No voy a contar más del argumento. Lo que importa de estos fotogramas es la pureza de sus imágenes, espejo de un tiempo salvaje donde cualquiera podía acabar convertido en un asesino. Y la fuerza de sus diálogos, contenidos, sencillos, poéticos.Mérito de Eastwood, hacedor total de esta bizarra arquitectura fílmica. En tres, cuatro frases encuentra la esencia de la muerte, el amor o la conciencia. Los actores hacen un trabajo de primera. El tío Clint vuelve a convertir su cara de palo en un contenido ejercicio de expresividad, donde sus ojos finlandeses y el rictus contrariado de su boca le permiten ahorrarse decenas de imágenes y palabras. Freeman sabe escuchar como casi nadie. Hackman está algo sobreactuado, pero gracias a ese exceso inspira si cabe más rencor. Y las trabjadoras del lupanar tienen unas miradas que estremecen.La película bebe de la mejor tradición del western (Leone y Spiegel, a quienes Eastwood dedica el trabajo, le enseñaron los mejores trucos). Aquí está de nuevo todo. Los paisajes desolados. El bar generoso en whisky y putas. Los tipos duros que se redimen. El cielo templado que presagia las peores tormentas. Pero al tiempo supone una revisión del género. Adiós a los maquineísmos de buenos y malos. Adiós a la violencia eficaz e irreflexiva. En este mundo carente de idealizaciones matar a un ser humano cuesta una enormidad (física, moral, reflexiva). Las balas yerran su trayectoria con una verosimilitud ignorada por los viejos maestros. Hay quien dice que el tío Clint se cargó el género. Más bien, creo que logró su supervivencia, convirtiendo las fábulas de gente como Ford o Mann en una espléndida novela naturalista, a la que, sospecho, todavía le quedan unos cuantos capítulos.El final es demoledor. Para eso sirve el cine: para crear desenlaces perfectos, donde, durante unos pocos minutos, todo encuentra un sentido, un lirismo, una satisfacción. Aunque sea a fuerza de brutalidad. El talento de Eastwood para proveer de carga alucinatoria a sus narraciones llena de poesía visual esos últimos coletazos de la historia de un antihéroe que tiene toda nuestra simpatía. Porque quién no disfrutó alguna vez del manto protector de alguien atormentado, paradójico, cruel a veces, honrado y lúcido casi siempre.

lunes, julio 03, 2006

Algo más


Estas líneas van dedicadas a Fran, tito Fran, uno de los mejores bebedores y más nobles y divertidos amigos que he encontrado en este viaje. El agradecimiento me permite también celebrar su exitosa (y más que merecida) noche del sábado, que nos recuerda a todos que la verdadera derrota es no intentarlo. El caso es que el señor de los excesos tuvo a bien regalarme Brooklyn Folies, la última novela de Paul Auster. Y el regalo ha resultado ser un estallido de imaginación. Y de metafísica. Y, claro, de entretenimiento.
Ya había leído algo de Auster: Fantasmas, uno de los libros que conforman su triología mágica sobre Nueva York. El libro está bien escrito, es absorbente, jugaba al despiste, indaga como nadie en las telarañas mentales que se tejen en soledad (a veces para mejorar lo que ocurre, otras muchas para aterrarse con los interiores fantasmas). El caso es que la historia me gustó, pero no me entusiasmó.
Algo que sin embargo sí puedo afirmar respecto a Brooklyn Folies. Un caleidoscopio donde queda referida la riqueza de vidas y cosmovisiones que encierra el municipio más habitado de la capital del mundo occidental: Brooklyn. Nueva York. Las multitudes. Las prisas. Una oleada incesante, frenética, de actividad cultural, lúdica o laboral. Canchas de basket en plena ciudad. Vagabundos. Ejecutivas hermosas sin descanso. Parques oceánicos. El anonimato en mitad del ruido y estrépito. El mejor sitio donde ignorar a la mujer que te acaba de abandonar (James dixit). Un sitio que sienten cercano millones de personas. Aunque jamás lo pisen en vida.
La historia gira alrededor del cerebro y el corazón de Nathan, un sesentañero que ha sobrevivido a un divorcio, un ataque del corazón y la implacable exigencia que supone extender seguros como una máquina humana que debe controlar todas las variables para dar en el clavo.
Nathan no está solo. Recupera la energía de la ciudad. Pronto se reencuentra con Tom, El Doctor Pulgarcito, ese sobrino con el que conectó desde el primer momento. El chico destinado a grandes empresas. Brillante, consumidor compulsivo de la mejor y más laberíntica literatura. El caso es que ahora Tom está desmejorado. Con problemas de sobrepeso, con una creciente inseguridad. Se dedica en cuerpo y alma a la conducción de un taxi y ha arrumbado los sueños para un rato más tarde. Nathan teme que ese más tarde se convierta en una despedida. Estrecha lazos con su sobrino y traba amistad con el jefe de éste, Harry, un librero de pasado tan turbio como inclasificable. Un granuja simpático. También podría sugerir acerca de Bella y Perfecta Madre, Ruffus o Rachel, la hija de nuestro protagonista.
Pero todo esto es poco. Hay un par de historias sobre dos insignes escritores que reflejan como pocas la vulnerable condición humana. Sus emocionantes intentos por superar la autodestrucción. De eso sabe bastante Lucy, una criatura indefensa colmada de imaginación y ternura. Una princesita que se agarra a su ingenio para no acabar en el infierno. Perceptiva como pocos adultos, ella sabe cómo arrancar las carcajadas de sus espontáneos padres, cómo superar el trauma de un abandono y, lo más importante, cómo hacerse adorable en cualquier escenario gracias a su curiosidad y su inimitable instinto para el juego.
En cierta manera, este libro me situó en un estado de ánimo parecido al que me sobrevino leyendo El Guardián de El Centeno. Cómo si sintieras que la vida puede y debe ofrecerte algo más.