martes, julio 04, 2006

Guiño al antihéroe


Hay películas que desde el mismo momento de su proyección se convierten en leyenda. Eso le ocurre a Sin Perdón, cuya factura es relativamente reciente (1992) pero cuyas imágenes evocan una vieja historia, la de los hombres peleando con su conciencia para aniquilar o no al prójimo, para hacer velar la justicia por el medio más directo posible.Sobre esta historia, distinguida con cuatro Oscars, se ha escrito mucho. En la mayoría de las veces con tono elogioso. En según que apreciaciones, con exageración. Y puede que el arranque de la película, algo pausado, algo violento (nada comparado con la traca final) espante a los menos pacientes, pero si aguantan el tirón, no se arrepentirán.El punto de partida de la historia que refiere es relativamente arquetípico. Dos ex bandidos (Eastwood y Freeman), dos hombres integrados en el sistema tras años de desmanes sucumben de nuevo a la tentación del dinero fácil; un grupo de prostitutas ofrecen una jugosa cantidad de dinero a cambio de que algún cazarecompensas vengue a una de ellas, cuya cara ha sido acuchillada de manera inmisericorde por un grupo de jóvenes vaqueros.Pronto descubrimos que las cosas no son tan sencillas como se proponen. Los dos viejos forajidos están cubiertos de contradicciones, son tipos duros, curtidos en cientos de asaltos pero al tiempo tienen un desarrollado sentido de la justicia y la amistad. En el otro vértice de la justicia está el sheriff Hackmann, un tipo que utiliza la crueldad hasta límites aterradores para imponer la justicia en su condado.No voy a contar más del argumento. Lo que importa de estos fotogramas es la pureza de sus imágenes, espejo de un tiempo salvaje donde cualquiera podía acabar convertido en un asesino. Y la fuerza de sus diálogos, contenidos, sencillos, poéticos.Mérito de Eastwood, hacedor total de esta bizarra arquitectura fílmica. En tres, cuatro frases encuentra la esencia de la muerte, el amor o la conciencia. Los actores hacen un trabajo de primera. El tío Clint vuelve a convertir su cara de palo en un contenido ejercicio de expresividad, donde sus ojos finlandeses y el rictus contrariado de su boca le permiten ahorrarse decenas de imágenes y palabras. Freeman sabe escuchar como casi nadie. Hackman está algo sobreactuado, pero gracias a ese exceso inspira si cabe más rencor. Y las trabjadoras del lupanar tienen unas miradas que estremecen.La película bebe de la mejor tradición del western (Leone y Spiegel, a quienes Eastwood dedica el trabajo, le enseñaron los mejores trucos). Aquí está de nuevo todo. Los paisajes desolados. El bar generoso en whisky y putas. Los tipos duros que se redimen. El cielo templado que presagia las peores tormentas. Pero al tiempo supone una revisión del género. Adiós a los maquineísmos de buenos y malos. Adiós a la violencia eficaz e irreflexiva. En este mundo carente de idealizaciones matar a un ser humano cuesta una enormidad (física, moral, reflexiva). Las balas yerran su trayectoria con una verosimilitud ignorada por los viejos maestros. Hay quien dice que el tío Clint se cargó el género. Más bien, creo que logró su supervivencia, convirtiendo las fábulas de gente como Ford o Mann en una espléndida novela naturalista, a la que, sospecho, todavía le quedan unos cuantos capítulos.El final es demoledor. Para eso sirve el cine: para crear desenlaces perfectos, donde, durante unos pocos minutos, todo encuentra un sentido, un lirismo, una satisfacción. Aunque sea a fuerza de brutalidad. El talento de Eastwood para proveer de carga alucinatoria a sus narraciones llena de poesía visual esos últimos coletazos de la historia de un antihéroe que tiene toda nuestra simpatía. Porque quién no disfrutó alguna vez del manto protector de alguien atormentado, paradójico, cruel a veces, honrado y lúcido casi siempre.

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