domingo, abril 04, 2010

Herederos de una misma mujer


La BBC ha emitido un documental en el que se afirma que la actual población humana (6.700 millones de personas en cifras redondas) comparte una humilde procedencia común. Tras una violenta sacudida de cambio climático experimentada por el planeta hace unos cuantos miles de años, la población de humanos se reducía a una cifra en torno a los 15, 20 individuos.

Esta pequeña comunidad encontró refugio en alguna zona, suponemos que razonablemente hóspita, del territorio que conforma el país que hoy día conocemos como Botswana. Es decir bastante cerca del cono sur de África. En esa situación, las evidencias apuntan a que la comunidad garantizó su continuidad gracias a la fertilidad (no es descabellado pensar que también la belleza y amabilidad) de una misma mujer.

Es decir, una línea sólida de investigación científica avala el mito fundacional de la humanidad a partir de una Eva primigenia. A estas alturas, huelga aclarar que esa Eva no casaría con el relato de culpa y miedo que algunos de nuestros ancestros inventaron para disuadir al personal de tener sexo en paz o hacer libres sus conciencias.

Es fácil imaginar a esa Eva fundacional dando cariño y protección a una camada de pequeños traviesos y desorientados, a los que el planeta acabaría dando una buena oportunidad para encontrar el desarrollo de nuestro potencial (y horror) como especie, que algunas generaciones después hallaron sus nietos (otra vez el clima) al emigrar hasta Mesopotamia e inventarse eso que hoy día nosotros conocemos como civilización.

Esta historia, contada este sábado en el programa de viajes que el inefable Ponseti tiene en la Ser, me ha pintado una sonrisa de fascinación y orgullo. Fascinación porque una historia así deja filtros al optimismo para nuestra pervivencia como especie y orgullo porque al final los que estamos por aquí somos herederos de un puñado de cazadores que supieron seguir su instinto para mejorar el viaje que les había tocado vivir. Y, lo mejor, porque tal y como ya demostraron las primeras revelaciones sobre el genoma humano, es infinitamente mayor lo que nos une que lo que nos separa como individuos.

Algunas miles de lunas después, un hombre menudo y determinado fue echado a patadas del vagón de primera clase en el que viajaba en Sudáfrica. Su pecado, la tez cetrina que tenía, asimilable a la de las personas de raza negra, quienes por aquel entonces eran tratados como animales en aquel país. Ésa y un par de discriminaciones así encendieron la conciencia cívica de ese abogado indio, llamado Mohandas Gandhi, que dedicó una parte importante de su experiencia africana a luchar por los derechos civiles de la comunidad india, que también sufría el odio y exclusión que entonces regía los destinos de esa nación que, casualidades, hace frontera con Botswana.

Gandhi tuvo una existencia prodigiosa y mejoró la historia de nuestra especie. Esquemáticamente, fue el gran líder espiritual que guió a la India a la consecución de su independencia. Pero lo mejor fue el modo en el que lo consiguió y, sobre todo, la manera en la que contagió su manera de concebir la vida. La manera de este sonriente hombre, resumiendo mucho, la podríamos explicar como una decidida apuesta por la no violencia como la resolución de conflictos. Algo mejor: la no violencia como vía para la consecución de los objetivos vitales.

Esa no violencia estaba cimentada en un sentido de la dignidad y confianza en nuestras convicciones (si éstas se fundan en la justicia y el sentido común) que, antes o después, acabará trayendo la armonía a nuestra interior. Y con el paso del debido tiempo a nuestra comunidad, un proceso que se desarrollará conforme a los ciclos de la naturaleza. Una enorme cantidad de paciencia si hablamos de tipos del XXI.

Es decir: viaje interior para encontrar las respuestas a través del respeto de nuestras debilidades y contradicciones, reconocimiento de nuestras habilidades y mucha oración, entendiendo oración como diálogo compasivo con nuestra conciencia. “Soy tan tolerante con las debilidades de los demás porque antes lo he tenido que ser con las mías”. Gandhi era un hombre con respuestas. También con resistencias.

Resistencias que él elevó a la categoría de activas a través de acciones como las huelgas y huelgas de hambre que practicó como enérgica búsqueda de autonomía para su pueblo y la concordia entre los individuos de su comunidad, que con tanta facilidad se ponían a la gresca para dirimir sus diferencias de credo o modos de concebir la existencia.

Este pacifista indio murió asesinado a quemarropa por un fanático religioso. Por el camino no sólo había guiado a un pueblo, también había iluminado a una especie gracias a un muestrario de reflexiones y vivencias con aliento eterno. He aquí unas cuantas: “Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado”. “No dejes que se muera el sol sin que hayan muerto tus rencores”.

“La violencia es el miedo a los ideales de los demás”. “Puesto que yo soy imperfecto y necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos del mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerles remedio”. “Casi todo lo que realice será insignificante, pero es muy importante que lo haga”. “No hay camino para la paz, la paz es el camino”. “Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego”.

Tanto misticismo, tanta bondad les granjeó no pocas chanzas e ironías a propósito de que sus ideas no eran realizables en este mundo. Pero con su integridad y determinación moral él demostró que éstas pueden contribuir a mejorar la vida de una nación y la de sus ciudadanos. Señor Ghandi era un tipo que se fabricaba su propia ropa. Que decidió limpiar letrinas (dentro de un reparto periódico del trabajo) para fundirse en un todo con la gente de su comunidad y que luchó con denuedo para combatir la exclusión a la que somete el sistema de castas a millares de personas inocentes, cuyo destino está prefigurado desde el principio sólo por la familia de la que han llegado aquí.

De un modo progresivo, Ghandi pasó a ser conocido entre los suyos con dos apodos. Uno resultará familiar a los seguidores de los Simpsons: Bapu, que en indi significa padre, apodo fácilmente explicable por el tutelaje moral que este hombre ejercía sobre los suyos. El otro nickname son palabras mayores: Mahatma, que significa alma grande. Convengamos en que su legado ético y espiritual valida este apelativo. Allí donde esté, aquella Eva primigenia seguro que sintió una punzada de orgullo cuando comprobó que uno de sus nietos legitimaba nuestra pervivencia como especie. G lo hizo con su modo de (no) actuar, pensar, sonreír y, sobre todo, de empatizar con sus hermanos de tribu.

Así pues, acomodemos en este domingo irreverente una última máxima de Mathama (mi preferida), para que nos de un poco de lucidez en el camino que nos toca afrontar: “Un esfuerzo total es una victoria completa”. Amén, bapu.

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