Pocas películas han despertado tanta expectación en los últimos tiempos como ‘El árbol de la vida’, la última artesanía de Terrence Malick, que se llevó la última Palma de Oro en el Festival de Cannes. La película te adentra desde el principio en una atmósfera operística, donde lo trascedente y lo cotidiano se funden hasta componer un magma de sugerencia y asombro.
El despegue de la historia envuelve al espectador en una oleada de perplejidad, sobre todo si ha entrado virgen (sin referencias previas) dentro de la sala. Al poco de empezar a sentir la historia, recibes el impacto de una pérdida irreparable, con el misterio de la extinción tapizando cada fotograma, bañando de sugerencia y desgarro palabras que acaban encontrando cadencia de verso por la mezcla de imagen y sonido.
Por suerte, no sólo del yang viven los cachorros humanos, y los tres que forman la familia O’Brien (todos chicos) tienen la suerte de contar con una amorosa madre, que desprende calor y sonrisas en cantidades redentoras, cortesía de la destreza actoral de Jessica Chastain, que vino a este mundo el mismo año que Casillas y que aquí compone una actuación que habría logrado la aprobación del mismísimo William Holman Hunt, ese maestro del prerrafaelismo, cuyo toque para transmitir serenidad y dulzura en los rasgos parecen cobrar vida en el rostro de Jessica.
En esa dualidad, entre los ataques de ira del señor O’Brien y el cariño de su madre, se moldea el carácter y la conciencia Jack, el primogénito de la familia. Hasta ahí se puede leer, que no es cuestión de chafaros la magia de una película llena de asombro y sorpresas. Verosímil por un lado, repleta de los tiempos muertos de la propia existencia, y lírica hasta decir arte por otro costado, lo que le otorga a estas imágenes una trascendencia que rozan lo sagrado, lo mismo que la sabia exploración del sonido ambiente, que llena de tactos una experiencia de primer orden en lo concerniente a su banda sonora.
Drama, poema y aventura iniciática por el mismo metraje. ¿Sus pegas? Exceso de lirismo. No soy sospechoso en este campo, pero como diría el inefable Josep Pla, Terry (así llaman a Malick sus amigos), con un poco menos de belleza también nos habríamos apañado. O, expresado con el viejo adagio, menos es más.La sugerencia se multiplica cuando la dosificas y no cuando te pones el traje de excesivo; claro que un tipo tan perfeccionista como Malick (periodista, profesor de filosofía, guionista y director, además de tímido sobresaliente) no es de las clase de personas que viva cómodo en las medias tintas.
También es justo consignar algunas caídas del ritmo narrativo en la meseta de lahistoria (estamos hablando de dos horas y diecinueve minutos). En cuanto a similitudes con otras cintas, podríamos decir que tiene rasgos de ‘2001: una odisea del espacio’ y ‘Fantasía’, en cuanto a su extrañamiento del lenguaje cinematográfico y su capacidad de sugerencia, y que en su parte (más o menos) convencional es un drama sólido, bien hilvanado, a medio camino entre la cadencia hipnótica (y algo plomiza) de ‘Las horas’ y el lirismo ‘que mejora’ una situación opresiva que Sofia Coppola fue capaz de desplegar en ‘Las vírgenes suicidas’.
Sea como fuere, respeto y admiración por esta brillante incursión en la búsqueda del sentido de la existencia humana. Mayor mérito (y pureza) si emprendes ese viaje con un niño adolescente. El señor Malick sale del reto con el prestigio prestigiado, algo que sólo sucede con los mejores equilibristas en el arte de componer belleza, entretenimiento y multitudinaria introspección.
El despegue de la historia envuelve al espectador en una oleada de perplejidad, sobre todo si ha entrado virgen (sin referencias previas) dentro de la sala. Al poco de empezar a sentir la historia, recibes el impacto de una pérdida irreparable, con el misterio de la extinción tapizando cada fotograma, bañando de sugerencia y desgarro palabras que acaban encontrando cadencia de verso por la mezcla de imagen y sonido.
¿Qué sentido tiene la existencia cuando una muerte arbitraria rompe el frágil equilibrio de las cosas? Esas y otras preguntas discurren conforme el poema visual se marca un viaje retrospectivo y contemplas el evolutivo chispazo de la vida en tu planeta, mientras suenan arias de óperas que aportan enigma al instinto del agua, al tiempo que se entremezclan protozoos, abuelos de escualos y saurios cuyo gigantismo es equiparable (nadie es científico) a su placidez, justo al borde de la playa.
Bosques de coníferas que, elipsis mediante, nos introducen en la casa de una familia declase media estadounidense. Allí gobierna el señor O’Brien, un padre narcotizado por el sueño americano (o por la ausencia de él), que trata a sus hijos como a unos reclutas, a los que obliga a llamarle de usted mientras les foguea en la cultura de la violencia y la intimidación.
El señor O’Brien, ultra-religioso, ultra-celoso de las apariencias, está encarnado por un convincente Brad Pitt,que una vez más (como ya hizo en 'Babel' o 'Malditos Bastardos', por poner dos ejemplos cercanos) demuestra que, al margen de tener una jeta bonita, es un tipo con alma, alguien con talento suficiente como para componer personajes complejos y al tiempo familiares. Por cierto, el propio Pitt confesó en la presentación de la película en Francia, que tanto su padre como el de Malick tenían bastantes hilos en común con la severidad y religiosidad del tipo al que encarna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario