El Museo Thyssen ha alojado durante estos días una exposición de Antonio López llena de oportunidades. Así también lo ha entendido el público, hasta el punto de que esta muestra ha superado en volumen de visitas, más de 300.00 espectadores, a las que hasta ahora habían convocado más interés en la historia del museo, y eso que hablamos de pesos pesados como Paul Gauguin y Vincent Van Gogh. En realidad, la exhibición dura hasta este domingo, pero como dirían los taurinos “todo el papel ya está vendido”.
El arte de Antonio López (Tomelloso, Ciudad Real, 1936) se parece a la tierra castellana que lo alumbró meses antes de que estallara la Guerra Civil: seco, desgastado y sobrio. Una secreta dignidad recorre sus pinceladas. A estas alturas, la mayoría ya sabéis que Madrid ha sido la musa del pintor en lo relacionado con las ciudades. Y aunque entiendo que una belleza como Bilbao se esté poniendo sus mejores modernidades (y lo más elegante de su época industrial), ahora que el observador crepuscular quiere acariciar sus muslos azules y su vientre verde, esa musa con algo noruego en su manera de brillar ya sólo podrá aspirar a algunos arañazos en el repertorio amoroso del captador de esencias alcarreño.
Su fijación por las atalayas (azoteas varias) nos han deparado perspectivas omniscientes donde el alma de la ciudad queda revelada: con los mares de casas batiendo su lumbre y, revelaciones de la altura y las últimas décadas del siglo XX, con el horizonte descubierto.
Es prácticamente imposible apreciar algo que no sean rascacielos cuando vives dentro de este imponente poblachón manchego, pero, por mucho que se esconda, esta ciudad sigue teniendo el alma castellana, con la ventaja que le proporciona ser un punto de confluencia en la búsqueda de mejoras. De ahí esa confortable sensación que ofrece de ser un sitio donde, si se dan los ingredientes, cualquiera puede reinventarse. Madrid dibujada desde las torres blancas o desde el parque de bomberos, por no mencionar otras miradas, nos presenta una urbe con el cielo terroso, las arterias hechas para la acción y una invisible sed de cambios.
El señor López es un maestro del realismo y esa elección, alentada por su virtuosismo en el trazo, implica que la primera mirada a sus estampas, superficial, te haga pensar en una bella imitación de la fotografía. Pero en seguida descubres que detrás de esa aparente falta de pretensiones late un espíritu poderoso. López es un asceta que emplea toneladas de momentos en la búsqueda de esa luz que elucida lo auténtico de los lugares que retrata.
Hay algo desgastado y accidental en su captación de los lavabos, retretes y pisos que habita. Su predilección por el detalle encuentra notas rock en ‘Nueva Nevera’ (en la foto), donde una pareja reconoce la humildad de un ‘preserva alimentos’ que acaba de llegar a sus vidas.
La pared blanca nos recuerda el tejido primordial de la subsistencia, camuflados con el enigma de unos tupper que palidecen ante la tentación de esas verduras. Aunque la pasión por los bordes nos conduzca a aquellas frutas y esos jarrones de leche y agua, que se disfrazan de impresionismo para recordarnos la velocidad de una vida donde lo esencial parece invisible a esta manera androide de habitarnos en los grandes hormigueros que nos cobijan. Unanimidades donde nos pone(n-emos) tan fáciles algunas cosas y tan lejanas otras.
En busca de la intimidad perdida, López, maestro del hiperrealismo, le hace un buen trabajo a la luz para sacar guapos a los membrillos y otras frutas que también nos definen. El artista compara sus dibujos de árboles con mapas y, paradojas, esa cartografía de las estrellas enraizadas despierta otra mirada ante un membrillero o una parra…
Si hablamos de intimidad, podemos decir que el viejo vaciador rasga el tacto con sus desnudos de mujer y hombre (hablamos ahora de escultura, por la que tanto se ha interesado desde que era alumno de Bellas Artes). Tanto en la figura femenina, con sus delicados contornos de los pechos y ese insondable viaje en la mirada, como en la masculina, con músculos a medio camino entre la armonía y el desequilibrio. Real como esa otra mujer que explora el recuerdo, de perfil, con el gorro de baño como único alimento. Existe un deje renacentista en un tipo que es capaz de dibujar a lo Sanzio y esculpir a lo Buonarrotti. El artista también se permite lo salvaje, otra vez en pintura, con una escena arrebatada en una azotea donde una pareja se ama como si no fuese a quedar agua en el océano.
Aunque si hablamos de intimismo, lo que de verdad cautiva es la mirada de su mujer, Mari, melancólica y terrosa, lejana y confiada. O el desafío amable de sus hijas, la voluntad de perdurar. La misma que ha logrado este ingeniero del desgaste, que también vuela silencioso en su detención piadosa en la gente de toda la vida, con parejas cargadas de expectativas y-o conformidad. Un tipo que en su juventud bebía cubismo y rompía normas con el acelerador de un romántico.
Algunas de las estampas más valiosas-sorprendentes de la muestra descansan en el sótano de la primera planta, donde el visitante tiene oportunidad de conocer algunos de sus despuntes de juventud, entre los que sobresalen un collage sobre el dramatismo de la guerra (con aviones que desfiguran el ánimo), otro en el que capta el baño de una mujer madura o el cansancio de un piso cualquiera.
El recorrido concluye con un muestrario de cabecitas de bebés (inspiradas en los nietos de López) que suponen un soplo de delicadeza y ternura que nos explica el éxito de esos enormes bustos de bebitos que miran sin ver al viajante en el vestíbulo de los trenes AVE, en la estación de Atocha. En suma, hablamos de un tipo hambriento de perspectivas que consigue una geografía fractal y laberíntica con sus paisajes urbanos y que plasma su grandeza en el contraste entre el detalle matemático y el emocional, ya sea por su ausencia o presencia de éste último, cuya voluntad descansa en el trazo de este podador de espíritus.
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