Los labios frescos de una camarera
y los acordes de un deseo sin paradas.
Los amigos, la cara de circunstancias,
y las risas que nunca
se agotaban.
No tardaron en llegar las cenas apagadas
(la violencia es un silencio de postre).
Y Ramiro
puso húmedas sus ramas
hasta amanecer en la arena.
El destino se convirtió en una repetición.
Ramiro imitó a los maestros zen
y dedicó las horas a no sentir nada.
Siempre con la compañía del amigo JB
y los ojos vidriosos como una pecera.
Muchacho, el infierno no tiene prisa,
dice ahora a quien tiene el humor
de ponerle una lona o escuchar su historia.
Farfulla apenas bromas en la meseta,
en un vano intento de recuperar ramas.
La huída tiene excesos de animal.
Esta tarde dormitaba
con unos pocos espejos
de autocompasión.
Ramiro y el hambre de los fantasmas.
Mientras, aguarda desordenado en el arcén.
Sus pies están aparcados en la niebla
y su ceniza está compuesta de corazón.
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