miércoles, mayo 18, 2011

En la misma fiesta que el tío Al


Al principio, parecía la primera fiesta de unos adolescentes. La gente hablaba despacio. En voz baja. Se prodigaban las rosas nerviosas. Sí, las chicas también reían. Una liberación sorda, quizá comprometida. Todo cambió cuando la anfitriona sacó los licores esmeralda. No había Dios que los bebiera si te ponías a parar.

Pero esos hombres y esas mujeres, artistas condecorados por el fatalismo, no reparaban en reparos. Lo suyo era, será el instinto. Una hora después, la música había subido la intensidad de sus latidos. Todo lo que al principio parecía espacial, se convirtió en madera ronroneante. La cocina empezó a coleccionar rastros de efluvios.

Algunos de ellos eran recuerdos del vino de Francis, ausente por sus compromisos en las ternas de dos calles más abajo. Mi acento no ayudaba a la integración. O eso pensaba, hasta que me di cuenta de que a las chicas del Soho les hacía gracia mis modales de costurero emocional y esa propensión a la ironía en mis palabras.

¿Cómo te llamas? Harrison, puedes dejarlo en Harry. Mujer azul poseía un extraño magnetismo para comunicar cosas sin necesidad de decirlas. Centímetro a centímetro fuimos recuperando el instinto. Filarmónica de los movimientos. Y la música, entretanto, fabricaba una ola todavía más poderosa. A un paso de la niebla.

El viaje era prometedor y peligroso, como casi todo en ese mascarón del hedonismo. La barba de dos siglos empezaba a picar, señal de que me abrumaban tantas facilidades. Había algo cinecético en ese imperio de los envolventes. Sonidos. De cuando en cuando, caían de las copas de los cuerpos algunas conversaciones interesantes.

Divagaciones sobre la dialéctica y la necesidad de explicar nuestro mundo con paradojas. La elegancia tiene el copyright de los griegos susurró aquel arrogante miradas germano. El agua se convirtió en pompas de jabón y ahora sí las risas fluían de un modo suave e incontrolado. Fue entonces cuando bajó.

Tenía el pelo de surf y el rostro de un corsario poco redimido. Pero era la sonrisa lo que le delataba. Gastaba sugerencias de un poste de luz. De su brazo, una sirena del Adriático, dos palmos más poste que él, y del otro brazo una calavera con el pelo a lo tomahawk. No necesitó correcciones. Todos sabíamos lo que aquel enviado de William era capaz de hacer con un buen diálogo. No en vano, ahí estaba la tiniebla de Scarface.

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