Nadie sabe como, pero el amigo Peter Paul veía cosas de inicio del XXI a mediados de 1625. Veía por ejemplo a tres mujeres muy parecidas a las diosas, con la gran pega (o acierto) de que cada una de ellas estaba limitada por algún miedo que hacía más especial su resplandor. Hablo de un lugar muy cercano a Getafe. La diosa de la izquierda era la amante predilecta del escritor, su novia oficial. Con ella la vida parecía hasta sencilla: buen sexo, buena cabeza y la promesa de envejecer juntos. Sin embargo no se veía con ganas de resbalar junto (a de para) ella en la cima de la ola.
En medio, estaba la diosa del cielo platónico. Bella, arrebatada, inestable, furiosa en su manera de probar las sábanas. Rompiéndose hacia dos lados en una duda apenas soportable. En segundo plano, con la serenidad de la mística y una de las mejores risas del lejano océano, una rubia de ojos increíbles y conversaciones sedantes (en sugerente sentido).
La coherencia de este laberinto de deseos aguardaba en alguna esquina del escritor. Pasota profesional, padre carismático, periodista eficaz, amante sucesivo mismo tiempo casi espacio mismo. La solución al embrollo narrativo nace en algún descanso de su cerebro, pero quién quiere delimitarse cuando tres diosas hacen un completo. El señor Rubens lo anunciaba.
Y quizá las cosas no hayan cambiado tanto.
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