Algunos viajes tienen algo de betadine espiritual. Más si
uno tiene la suerte de realizarlo con buenos amigos: Aurora (Auro a partir de
ahora) y Rubén (Rubens), más una amiga de ellos, Cristina (Cris). El escenario
de ese viaje interior ha sido el sur de Italia, uno de esos sitios sobradamente
preparados para enloquecer a aprensivos y maniáticos de la limpieza.
La aprensividad se puede disparar fácilmente (lo de la mafia
lo dejamos para otro día) con el estilo ‘no hay huevos’ con el que napolitanos
en particular y sureños italianos en general manejan sus machinas (coches en
italiano) y motos. La pereza para limpiar (o para gestionar ese asunto con un
mínimo de competencia) parece ser un debe general de Roma para abajo, porque en
la ciudad del Coliseo el corazón también se te cae a los tobillos cuando compruebas
con estupor que un cartón de pizza puede hacer de alfombra a una escultura con
más edad que la religión cristiana…
Bueno, hechas estas salvedades puñeteras, toca hablar bien
de este lugar del mundo. Y no precisamente por compromiso. En el sur de Italia
uno se reconcilia con la vida sin aditivos, sin capas de pintura de civismo o
cortesías de cartón piedra. Napoles es una balada gastada, también un sitio
donde el arte hiperrealista se reinventa con líneas de ropa rubricando
coloristas y divertidas muestras de creación cotidiana. Espontáneo también es el
carácter del napolitano, un tipo al que le encanta hablar contigo (no descarto
que la presencia de dos mujeres en nuestra expedición estimulara esa simpatía).
Por ejemplo, en un restaurante, cuando la medianoche estaba quitándose las
zapatillas, un amistoso lugareño nos arrastró a una charla con sus hijas
adolescentes (de origen semi-colombiano)que acabó derivando en palabras sobre
arquitectura, cine italiano y lugares recomendables de nuestro periplo.
El viaje dejó unas cuantas anécdotas muy divertidas,
toneladas de música diversa (tanto como meter en una misma batidora a un
baladista romántico y a un trepamuros de la canción punk) y una querencia por
el mar (hoy Mediterráneo, mañana Tirreno, pasado Adriático) bastante
comprensible debido al calor tropical, a veces con homenajes al mismísimo
Sáhara, que nos tocó aguantar en varias mañanas de sol poco misericorde.
Esos momentos en el
agua fueron todo un homenaje a la risa, el juego y el pique competitivo (no
siempre sano, para que nos vamos a engañar), con una minipelota (tres euros la
pieza, oiga) como hilo condctor. La punta de la bota tiene una fijación que
descorazona por privatizar algunas de sus palayas y anegarlas de casetas que
conforman algo así como el manual de buenas maneras de cómo afear el litoral. Pero
al mismo tiempo uno nunca ha contemplado unas puestas de sol tan fascinantes
como las de Sicilia o diversos puntos de Regio Calabria.
Esta parte de Italia cautiva por la espontaneidad de su
gente, por su cercanía. También por la filosofía vitalista que impregna sus
existencias. En cuanto al apartado gastronómico, digamos que su catálogo de
opciones no es las mil y una noches del buen yantar, pero lo que te ofrecen (pizza
y diversos tipos de pasta) está muy rico y servido a un precio más que
razonable. Particularmente, me quedo con los gnocchi. Muy sabrosos (por lo que
he averiguado es la única ‘pasta’ del mundo hecha con patata), sobre todo con
salsa de pomodoro (tomate en italiano) y digestivos.
La mayoría de las ciudades
que visitamos tienen una historia de enciclopedia, impresiona pensar que la
mayoría de ellas dejaron su esplendor hace muchos escalones atrás en la
historia. La mayoría estuvieron más poblados hace décadas, cuando no siglos y
algunos lugares, como Siracusa, eran puertos-estado que marcaban la tendencia
en el litoral mediterráneo. Por norma general, los pueblos de la costa
almafitana son un homenaje al encanto de lo pequeño y distinguido.
El viaje también ofreció la oportunidad de visitar algunos
lugares de la mitología antigua (Pompeya) y contemporánea (Corleone). De la
patria chica de Don Vito ya hablaremos con más detalle en otro artículo;
respecto a Pompeya, estremece su historia. Un lugar próspero al que, de un día
para otro, aniquila lo que parecía un apacible monte alfombrado de flores. La
historia de los humanos disecados por la ceniza del Vesubio timbra la
curiosidad, pero una vez en las ruinas de la villa romana escasea su presencia
y acabas abrumado por un laberinto de canales donde el sol imprime una huella
que parece homenajear a la amenaza latente de un monstruo que puede volver a
despertar en cualquier momento.
Desde luego, lo que este lugar del mundo ha despertado en
nosotros ha sido admiración. Es un lugar donde la gente pasa de altas
aspiraciones y de deja guiar por el instinto. Para vivir, para reír (con
carcajadas de cómic), para dejar, en suma, que las cosas sagradas fluyan en un
caudal de abandono que te deja descolocado y que al mismo tiempo te enciende,
porque esa dejadez se ve compensada por una impaciencia para conducir, para
hablar, para nadar, para correr, como si la vida mereciera ser equilibrada en
una mezcla imposible de pasión y calma.
Autora de la foto: Aurora Moreno
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