Un tipo greñudo y con barba de pocos amigos apura su ron con
dedo de cola en mitad de un bar de toda la vida. Se le da conversación, ergo
parece un parroquiano. Pero no uno de esos con los que la conversación parezca
pueda ir lejos. Bebe y bebe. Y vuelve a beber, así hasta acabar cagándose en
too cuando echan el cierre del bar.
Luego, camino de casa, para a mear. Y encuentra un club de
alterne abierto. A partir de ahí, una chica bonita, un chulo con pintas y un
jefe demasiado complaciente encenderán la mecha de una salvajada que es sólo el
comienzo de una partitura cubierta de sugerencia. El primer cuarto de hora de
‘No habrá paz para los malvados’ es un golpe seco para todos los paladares. Uno
de los mejores arranques que ha dado nuestro cine.
Después, la película se pone el traje de cine comprometido y transcribe el funcionamiento de la
justicia española con pulso certero y detallismo verosímil. Tanto como para
exponer con claridad las cloacas del sistema y enredarse en el ovillo de la
falta de coordinación entre las diferentes agencias de protección ciudadana de
nuestro país, mal universal por otra parte, pues está documentado que esa
rémora (no compartir información crucial que se poseía) fue lo que posibilitó
que los terroristas islámicos pudieran cuajar la masacre del 11 S también en
Estados Unidos.
De incomunicación habla también la singladura de Santos
Trinidad, el protagonista de esta cinta, un tipo que implosiona cada dos por
tres. Tendente a la violencia psicológica y física, que difícilmente se aguanta
a sí mismo, pero menos aún al mundo que le rodea. La presentación de este
personaje es modélica, con dos o tres brochazos se nos transfieren una idea de
su alma en ruinas. Luego, como sucede con los protagonistas más interesantes,
el tipo se revela como un hombre con varias dimensiones; y es inevitable que
más de un espectador le coja cariño.
A fin de cuentas, quién de nosotros no se ha visto
acorralado por la vida en un momento u otro. El personaje de Trinidad ofrece el
atractivo añadido de haber sido un tipo modélico en los comienzos de su carrera
profesional, pero algo en él se torció y
esa esquina es parte del combustible de esta historia. La película triunfa
porque dosifica muy bien la información y es un templo a la sugerencia. Habla
de asuntos familiares (los desaparecidos, las drogas, el terrorismo islámico)
pero lo hace desde una óptica diferente a la que estamos acostumbrados a
consumir en los medios de comunicación.
El personaje de Santos Trinidad está magistralmente
interpretado por José Coronado. El hace no tanto guaperas televisivo demuestra
su lomo tatuado de vida en un ejercicio de economía gestual y grosería verbal
que hace extrañamente familiar e inquietante al tipo que encarna.
La película confirma también el pulso de director magno de
Enrique Urbizu, quien, a la manera de golear de Messi o (con perdón) de
componer un discurso de Rubalcaba, parece tener lleno el depósito del talento
para filtrar con trabajo (y un estupendo coguionista, Michel Gaztambide) la textura
de historias muy concretas (casi íntimas) pero al tiempo universales, como
también sucedía con la ‘La vida mancha’, una de esas películas colocadas en el
panteón invisible de preferencias de más de un cinéfilo sin alergias por el
celuloide que se compone en nuestro país.
Es verdad que ‘No habrá paz para los malvados’ (título por cierto
extraído de la Biblia, que luce en la lapida de Erroll Flynt, aquella
megaestrella de Hollywood) arrastra un
bajón de ritmo en el bloque central de la narración, que a veces peca de aséptica
y que por momentos parece enredarse en un sedante llamado ‘anodino’.
Pero no todo es plomizo en esa fase de la historia, a medio
camino entre el cine negro y el thriller policial. En ese punto de la
arquitectura narrativa merece elogio propio el trabajo de Helena Miquel, la cantante
de ‘De la Fe y las Flores Azules’, que compone un veraz personaje de jueza
perfeccionista e implacable que probablemente poco tenga que ver con su
historia personal. Además, por suerte, esa fatiga etérea de la que hablábamos un
párrafo más arriba se esfuma en el tramo final de la historia.
La clave está en las palabras de gato insolente de Coronado cuando al fin encuentra la pista que estaba buscando: “rock and roll”.
A partir de ahí, la historia cobra el ritmo trepidante de una buena canción de
Los Suaves (Peligrosa María) o Barricada (Animal Caliente) y asistimos a una revisitación
del género justicia y destrucción, que, ya se sabe, alcanzó sus cotas más altas
con el tío Eastwood en Harry el sucio.
Harry el sucio a la española tampoco posee piedad y tiene aún
menos cosas que perder. La gente empatiza (o tiene la puerta abierta a hacerlo)
con él, porque todos alguna vez quisimos tirar por la calle de en medio y
solucionar los problemas del mundo a golpe de cañonazos y mala hostia.
Hay algo cómic y edificante en la manera de sellar su deuda con la vida en el
tramo último de esta historia. Pero ya hemos desvelado suficientes detalles de
este viaje al centro de la miseria de la condición humana.
Sin entrar en ningún desvelamiento, decir que el final de la
historia ofrece cantidades importantes de poesía. Suficientes como para
entender por qué necesitamos al cine como espejo de la realidad.
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