Los labios frescos de una camarera
y los acordes de un deseo sin paradas.
Los amigos, la cara de circunstancias,
y las risas que  nunca
se agotaban.
El destino se convirtió en una repetición.
Ramiro imitó a los maestros zen
y dedicó las horas a no sentir.
Siempre con la compañía de JB
y los ojos vidriosos como una pecera.
Ramiro y el hambre de los fantasmas, 
con esa ceniza compuesta de corazón.
Muchacho, el infierno no tiene prisa,
dice ahora a quien tiene el humor
de ponerle una lona o escuchar su historia.
La huida tiene excesos de animal.
Mientras, aguarda desordenado en el arcén, 
con unos pocos espejos de cartón
y sus pies aparcados en la niebla. 

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