sábado, mayo 22, 2010

Muerte y baile


Hace un año y un día, hablamos de un 21 de mayo, un torero llamado Morante de la Puebla puso patas arriba un templo llamado Plaza de las Ventas. Lo hizo a través de un toreo pausado y terriblemente elegante, con esa cadencia de los movimientos que ponen de acuerdo armonía y espacio. Realizó su gesta a través del capote, esa sábana abrumada de sangre y excitación, por medio de la cual el torero engaña a la muerte mientras busca baile con esa bestia que está dispuesta a desfigurarle, pero que al tiempo es actor que no se negocia en la destilación de embrujo, silencio y emociones profundas.

Justo un año después de ese hito tuve el privilegio de asistir ‘in situ’ a la vuelta del héroe a su escenario de hazaña. Fue precisa la invitación de mi compadre Fran, que hizo posible que ayer contemplara la segunda corrida de toros de mi vida.

Ir a la lidia es hacer un viaje sentimental a la memoria colectiva de nuestra tribu. Infinidad de expresiones hechas, que empleamos de un modo instintivo, pertenecen a los ‘guerrilleros de toros’. Verbigracia: “echar un capote”, “atarse los machos”, “recibir a puerta gayola”, “estar al quite”, “entrar a matar”, “llevar media estocada pescuecera” (mi preferida, si queremos describir los desperfectos de una noche de copas…), etc.

Al final, estamos hablamos de valores universales: compañerismo, echarle un par de huevos (ovarios), ir a pecho descubierto a por las cosas que nos importan…He tenido la inmensa suerte de reconocer esos valores en mi amigo Fran, que lleva un decenio largo acompañándome en este viaje y que tiene la buena costumbre de echarme un capote cuando vienen duras y maduras. Por eso, agradecí que por esta vez nuestro acercamiento a la plaza transcurriese en forma de plácido paseo, durante el que hablamos apaciblemente de las buenas cosas de nuestras actuales vidas.

Madrid se muerde los labios en este 'primaverano', que tanto se ha hecho esperar. Conforme desciendes la cuesta de Manuel Becerra, intentas arrimarte a la sombra de esos árboles recién vestidos, que al menor descuido abrevaban a beberse unas cañas mientras las mujeres de apasionadas piernas les buscan las sombras.

Dentro de la plaza, nada como beberse un gin tonic o fumarse un puro para sintonizar con la parroquia. No obstante, si una muela salvaje limita tus movimientos siempre te queda el recurso de posar las alas en una confortable almohadilla, que en cierta manera compensa las apreturas de una masa expectante y, fortuna, sombreada en este costado.

Conforme Franako desvelaba algunas de las claves del embrujo, mi corazón comprendió que para sentir de verdad este arte hay que haberlo mamado desde pequeño. Como cuando un niño rubio y alegre asomaba sus primeras miradas al coso, hablamos de principios de los ochenta, sabiamente repartido entre su padre y abuelo.

El espectáculo me impactó. Quizá porque se parece mucho a la vida. Quizá porque es primo hermano del fútbol. En una corrida de toros hay mucho de liturgia, convención, rito y rato. Inevitablemente, acaba apareciendo el aburrimiento. Resulta muy complicado sintonizar bravura y nobleza en un toro, que todos los actores secundarios cumplan con eficacia y prestancia su cometido y, que, llegados a ese punto, un rayo de inspiración atraviese la armadura del burlador artista de la muerte (Morante: “El toreo es un rito: burlarse del toro, pero sin reírse de él”) y éste convierta el drama en baile.

Fran, los aficionados e incluso el recién llegado teníamos grandes expectativas depositadas en Morante de la Puebla. El torero artista. El que dicen es digno de heredero de la estirpe de los poetas toreros, gente como Curro Romero o Rafael de Paula. Los más entendidos, porque sabían que venía de armar alguna gorda en Sevilla. Los recién llegados porque teníamos noticias de su personalidad poliédrica.

Una máscara que lo mismo le lleva a posar como un Dalí de la lidia, con los pies aparcados en una encina de un amigo ganadero, que le impulsa a pintar, boxear, nadar o, por decirlo todo, servir copas en el bar que tiene en su pueblo, La Puebla del Río (Sevilla). La leyenda que acompaña a este perseguidor de ‘el momento’ habla también de un hombre que ha sufrido mucho.

Un compañero de nuestra generación (1979) que ha tenido que soportar unas cuantas veces la embestida de la enfermedad mental. Una adversidad que en su caso (hasta para eso es artista) se ha manifestado en una rareza llamada trastorno de despersonalización que, dicho en trazo grueso, le llevaba a desconectarse de sí mismo aún cuando estaba toreando, con el enorme peligro que esto entrañaba.

Por suerte, Morante lleva tres años de vuelta en lo más alto. Ha depurado su arte y está en el (casi) mejor escalafón de su oficio, compartiendo prebendas con el Juli, Ponce o Cayetano, justo por debajo de ese peldaño que únicamente ocupa ese fenómeno social llamado José Tomás. Sea como fuere, el poeta no tuvo el día. Los toros no le acompañaron. Y aún así ofreció momentos de clase.

Destellos de un arte singular que el público celebraba como se festejan los tragos exquisitos (“sólo por esos tres pases ya ha merecido venir hoy aquí”, llegó a exclamar uno de los parroquianos, cuando ligó algunas elegancias con su último de la tarde). Quizá sea la consecuencia de muchas horas de trabajo. De éxitos bien fraguados. Y de esa leyenda que se silba en los silencios. Pero el tipo irradia un aura intransferible, de quien se sabe especial y está dispuesto a demostrarlo en cada lance. Por eso, convendrá seguirle la pista en próximos tiempos.

La mejor faena de la tarde perteneció a El Cid. La gente estaba enfuruñada porque este torero, inspirado hace no tanto, venía a hacer una sustitución tras haber desperdiciado dos tardes en la feria (de San Isidro) de este año. Su comienzo fue para echarse a temblar. Con una cogida en uno de los muslos. Pero esa cornada alimentó su búsqueda. Y terminó deleitando al personal con una serie de pases muy notables a la muleta. ¿El premio? Una oreja, la tercera que se adjudica en todo lo que llevamos de feria, que arrancó el pasado 6 de mayo (todos los días se celebra un festejo).

He dejado para el final la actuación de Julio Aparicio. El diestro no tuvo mucho tiempo para exhibir su arte y, en uno de esos lances, resbaló, con la fatalidad de que el toro hundió uno de sus cuernos entre su cuello y cara. Espeluznante. Desde aquí le deseamos lo mejor y que pronto se reponga del grave estado en el que ahora se encuentra. Esto nos recuerda que la fiesta, como la vida, va muy en serio.

Por eso merece la pena fascinarse un rato con el modo en que estos guerreros atávicos exponen sus vísceras y alma en el noble intento de arrancarle una belleza a la lentitud. Controversias al margen, hay algo en este espectáculo que nos comunica con nuestra condición limitada y dramática, también con nuestra proyección artística y soñadora.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Gran post Maestro!! La próximo espero que sea de Rejones

Pedro Fernaud Quintana dijo...

Grazie anónimo, si hay ocasión de visitar una de Rejones estaré encantado de relataros la experiencia.

zerep79 dijo...

Espectacular crónica de lo allí sucedido. Veo además que te has documentado mucho y bien. De verdad que me ha encantado leerlo y haber compartido con mi socio una tarde de toros. Un abrazo crack

Pedro Fernaud Quintana dijo...

Muchas gracias socio, celebro que te haya gustado. Y sí, después del espectáculo, estaba como en trance y me puse a leer un poco de tauromaquia ;-)

Un abrazo