La imagen de este pensamiento puede pertenecer a Maria Antonieta, la última pirueta de la princesa Coppola. O puede que no. A la confusión contribuye el caos espacial de la red. Quizá sólo sea un fotograma de esa pequeña maravilla titulada Las Vírgenes Suicidas, el primer reto de Sofia, un regalo para los adolescentes anhelantes de este mundo. Su segunda acuarela, Lost in Trslation, diseccionaba la soledad con tanta lucidez como poesía. Por eso aguardaba con impaciencia el retrato de la última reina de Francia.
Y ya de pronto, lo digo: me ha decepcionado. Me ha aburrido muchos más segundos de los imaginables. No al punto de un castizo de la sala cuando le soltaba a su querida “es mala con ganas”. Pero sí como para dejarme vacío. Tampoco he encontrado una orgía de melodías poporockeras que hicieran más sufrible el tedio de las ceremonias reales.
Es extraño, no obstante, una parte de estas imágenes me han fascinado. Y buena parte del mérito corresponde a la sonrisa y el cuerpo de Kirsten Dunst, la novia prohibida de Spiderman. La chica tiene un imán y consigue darle a la reina ese toque caprichoso, carismático y artístico que dicen gastaba la última jerarca prerrevolucionaria.
Ahí está el crimen de esta cinta. Te promete mucho más de lo que luego te da. Por momentos te parece que la vida y los afanes de la reina adolescente se parecen mucho a las de cualquier ninfa de nuestra época. Con todos los gastos pagados, se dedica a escoger una cantidad inmemorizable de zapatos y peinados hechos para desinflar la ley de la gravedad. Y es divertida. Seductora. Variable. Por no hablar de su afición desenfrenada a los pasteles y el juego donde sí surte efecto el toque surfero de los Strokes o la música electrónica. El mejor pretexto para revalidar el talento escenográfico de la peor actriz de la historia. Lo de la noche y sus infinitos antifaces ya es otra historia. MA da dos pasos hacia delante y uno atrás, se quema, pero por encima de eso incendia.
No se puede olvidar así como así sus medias, el endemoniado cruce de sus piernas, la bienvenida donde inaugura con un conde sueco. Tampoco su pelo rubio confundido con el de su hija, cuando las dos se ponen a darle galletas (o como se diga) a un corderito mientras se camuflan con la belleza de un césped cuidadamente asilvestrado, incitante a las lecturas de Rosseau y los mimos para la pequeña y el recién llegado.
Echando mano de una agradecida racionalidad, la cinta sirve como documental. Para cobrar conciencia del absurdo de la monarquía, intensificado en tiempos absolutistas cuando el detallismo del ceremonial era tan ridículo como surreal. Eso por no hablar de la ineptitud geopolítica y geoestratégica de un par de jóvenes coronados de una día para otro. Porque Luis XVI y María Anonieta ni sabían, ni intuían la oleada de pobreza que asediaba a su pueblo. Y como perturbadoramente muestra la película ese desconocimiento era bastante razonable.
Pero la cinta, concebida a volantazos, termina por dejarte desganado al borde de la carretera. Preguntándose si la princesa habrá perdido su toque. No obstante, ya lo sabéis, si monta otra fiesta acabaré yendo, no se olvida tan fácilmente a quien pone imágenes a la poesía de las renuncias o rebusca en la puesta de sol que sucede a una juerga.
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