lunes, febrero 25, 2013

Argo: cuando la responsabilidad tiene coraje


Los Oscar de este año han dictado sentencia y han designado a Argo como la mejor película de la cosecha de esta temporada. No sé entiende muy bien que su artesano autor, Ben Affleck, no figurará en el repóquer de aspirantes a mejor director. Pero de contradicciones está llena la santa madre academia.

Los buenos oficios de la relajación me llevaron a disfrutar este domingo de la película junto a mi hermano Javi. La cinta nos puso de acuerdo respecto a su calidad. Es una cinta entretenida. Cumple con lo que promete y te da un poco más. Cuenta la historia de un grupo de diplomáticos canadienses, que de un día para otro quedan confinados en su embajada en Teherán. La película pone de relieve la brutal transición que se gestó entre el régimen del Sha de Persia y el Ayatolá Jomeini, cuya existencia se prolongó durante 87 años y supuso un cambio de sistema (y de nombre, en la antigua Persia), que pasó de ser laica a una teocracia airada (por decirlo suavemente) y cuyo nombre, Irán, todavía hoy hace estremecer a los arquitectos de la geopolítica internacional.

El caso es que la película está bien introducida, con una condensación narrativa en formato de cómic animado, que nos recuerda que la violencia engendra violencia y que cualquier nación madura que se precie de serlo tiene que garantizar un marco inclusivo para que todos sus ciudadanos puedan sentir y pensar lo que quieran, siempre y cuando ambos latidos no interfieran en el buen funcionamiento de las cosas de la comunidad que los cobija.

Argo, decíamos, es una suma de thriller político, defensa de los valores tradiciones (el honor, la familia, la elegancia y, por qué no, el sentido del humor con barnices groseros) y drama con algunos adornos en forma de diálogos con broma, lo que se agradece para hacer más digerible la tensión de compartir emociones con un grupo de personas no ya cautivas, sino que expuestas a la angustia animal de saber que en cualquier momento pueden verse ajusticiados por el mero hecho de no ser del lugar y no pensar o sentir como el clan dominante…

Una de los detalles que más me cautivaron de la historia es la interpretación de Ben Affleck,  que en esta historia vuelve a presentar su candidatura para ser algo así como el Clint Eastwood del siglo XXI (en nuestro tiempo, los tipos duros toman viagra y se machacan en el gimnasio mientras se lamentan de que la mitad de su vida privada haya sido aireada en los tabloides). Affleck completa una actuación sobria, tensada, con fuerza y calma. Donde más importante que las medias sonrisas resulta una mirada profunda, a medio camino entre la dureza y el desencanto, que transmite algunos brillos de humanidad que nos recuerdan que, aún en medio del caos y el desconcierto, siempre podemos contar con nuestras agallas y nuestro corazón para sacar las cosas adelante y hacer del mundo un lugar más amable. 

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