Los Oscar de
este año han dictado sentencia y han designado a Argo como la mejor película de
la cosecha de esta temporada. No sé entiende muy bien que su artesano autor, Ben
Affleck, no figurará en el repóquer de aspirantes a mejor director. Pero de contradicciones
está llena la santa madre academia.
Los buenos
oficios de la relajación me llevaron a disfrutar este domingo de la película
junto a mi hermano Javi. La cinta nos puso de acuerdo respecto a su calidad. Es
una cinta entretenida. Cumple con lo que promete y te da un poco más. Cuenta la
historia de un grupo de diplomáticos canadienses, que de un día para otro
quedan confinados en su embajada en Teherán. La película pone de relieve la
brutal transición que se gestó entre el régimen del Sha de Persia y el Ayatolá
Jomeini, cuya existencia se prolongó durante 87 años y supuso un cambio de
sistema (y de nombre, en la antigua Persia), que pasó de ser laica a una
teocracia airada (por decirlo suavemente) y cuyo nombre, Irán, todavía hoy hace
estremecer a los arquitectos de la geopolítica internacional.
El caso es
que la película está bien introducida, con una condensación narrativa en
formato de cómic animado, que nos recuerda que la violencia engendra violencia
y que cualquier nación madura que se precie de serlo tiene que garantizar un marco inclusivo para que todos sus ciudadanos puedan sentir y pensar lo que quieran, siempre
y cuando ambos latidos no interfieran en el buen funcionamiento de las cosas de
la comunidad que los cobija.
Argo, decíamos,
es una suma de thriller político, defensa de los valores tradiciones (el honor,
la familia, la elegancia y, por qué no, el sentido del humor con barnices
groseros) y drama con algunos adornos en forma de diálogos con broma, lo que se
agradece para hacer más digerible la tensión de compartir emociones con un
grupo de personas no ya cautivas, sino que expuestas a la angustia animal de
saber que en cualquier momento pueden verse ajusticiados por el mero hecho de
no ser del lugar y no pensar o sentir como el clan dominante…
Una de los
detalles que más me cautivaron de la historia es la interpretación de Ben Affleck,
que en esta historia vuelve a presentar
su candidatura para ser algo así como el Clint Eastwood del siglo XXI (en
nuestro tiempo, los tipos duros toman viagra y se machacan en el gimnasio
mientras se lamentan de que la mitad de su vida privada haya sido aireada en
los tabloides). Affleck completa una actuación sobria, tensada, con fuerza y calma.
Donde más importante que las medias sonrisas resulta una mirada profunda, a
medio camino entre la dureza y el desencanto, que transmite algunos brillos de
humanidad que nos recuerdan que, aún en medio del caos y el desconcierto, siempre
podemos contar con nuestras agallas y nuestro corazón para sacar las cosas
adelante y hacer del mundo un lugar más amable.
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