Cuando empiezas a leer te quedas fascinado con el estilo incansablemente brillante de gente como Umbral. Cada una de sus frases es una pequeña explosión de belleza que acaba llenándolo todo de ingenio, sugerencia y hasta desasosiego, porque ya se sabe que alguien que se empeña en llamar la atención todo el rato acaba cansando. Pasa el tiempo y maduras. No es que le reproches nada a aquel viejo escritor castellano, aprendes a valorar más incluso la cantidad de talento y trabajo que convocan cada una de sus sentencias pero comprendes también que detrás de sus provocaciones se esconde un alma resentida con el mundo, que necesita aprobación en cada paso.
Todas la necesitamos y el propio Umbral decía admirar la contención. Por eso supongo que, esté donde esté (apostaría a que en una tasca metiendo mano a la diosa del vino) no se enfadará mucho si hoy señalo a Enric González como un referente.
A fuerza de pegar algunas piezas de su biografía lo imagino como un tío infinitamente curioso, con facilidad para beber lo que sea, escéptico de los que se curan con una ironía, elegante y lo suficientemente obsesivo como para relatar historias al detalle.
A veces ese gusto por el dato satura la lectura, pero otras le da una extraña forma poética, el lirismo de los niños cuando diseccionan algo desde una perspectiva olvidada o inédita. Hace un par de semanas leí uno de los libros más consumidos de este periodista catalán: Historias de Nueva York. Digo consumidos porque sus páginas se leen del tirón. No son muchas, pero se dejan querer. Con razón, el tío Enric confiesa que si por él fuera lo condensaría todo en epigramas. Tiene guasa viniendo de alguien con la memoria tatuada de referencias variadísimas que descolocan y cautivan al que se acerca.
En este libro González, que tiene la mala cabeza de ser hincha del Inter y el Espanyol, escoge un puñado de historias para dejar su impresión de la capital del mundo occidental. Queda la sensación de una ciudad donde todo es posible. Concebida por los libertarios holandeses, la naciente York (luego llegaron los guiris) americana no tardó en convertirse en un foco de inmigración de un buen puñado de pueblos europeos: irlandeses, italianos, escoceses...Sobre ese pastiche cultural, combinado con los nativos, hispanos y afroamericanos, se ha cincelado una urbe llena de energía, donde los sueños se cumplen a fuerza de voluntad y resulta fácil deprimirse si uno está desorientado.
Un lugar donde los rascacielos se convierten en las catedrales de nuestro tiempo (a quién no le gusta el dinero y el éxito) y los deportes nos conectan con nuestro viejo vicio de la supervivencia y celebración. Por eso quedan tan bien las historias de mafiosos que empobrecen el mito. O que lo mejoran, como aquel chiflado que espantaba a los transeúntes de Little Italy, así durante decenios, para acabar siendo descubierto como capo número uno de un gigantesco emporio de negocios turbios.
Hay más, claro. Filántropos o magnates como Hearst o Murdoch, tipos con una buena neurosis, que vendieron a su madre para prosperar. Son historias que definen un pueblo.
Pero lo que de verdad interesa de este libro son las vivencias del autor. Dispersas en un puñado de frases que amenizan y conmueven. A través de ellas conocemos el alma atormentada de Ricardo Ortega, aquel periodista de Antena 3 que murió asesinado en Haití. Un tipo que hablaba ruso y “un inglés aproximativo”, que relató el drama de Chechenia y que gustaba de beber licores imbebibles mientras buscaba huecos que no había en una agenda siempre a punto para nuevas conquistas femeninas. También se traza un boceto del hambre y promesa que arrastraba Julio Anguita Parrado, otra víctima de la guerra, esta vez de la de Irak.
Para ser honestos, los relatos de González son tan prolijos que a veces no tengo más remedio que desconectar. Demasiado detallista, consigue que te quedes ajeno al relato. Pero de repente encuentras frases perfectas: sencillas y brillantes.
Porque hay que decirlo, detrás de la aparente falta de pretensiones de González hay muchas horas de trabajo o de lecturas o de talento, vaya usted a saber.
Sus relatos son entretenidos pero no superficiales, están depurados con las dosis justas de melancolía, precisión, ironía y estilo. Conoces las anécdotas con una sonrisa. Una anécdota que te lleva a comprender mejor un momento o una sociedad gracias a su tono dialéctico. Pero de repente se te hiela la sonrisa. “No pude llorar por la muerte de Ricardo. Tampoco pude, ni puedo llorar por la muerte de mi hija. Sin embargo, lloré, y mucho, por la muerte de mi gato. Debo de tener algún problema en el lagrimal”. A veces escribes para eso. Escribes para curarte. No se te ocurre otra forma de si quiera drenarte el alma. Con las palabras escasas el tipo conmueve cien veces más que si hubiera empleado un tono sentimental o sensiblero.
Para eso se escribe. Para dejar a la vista tormentos que de otra manera acabarían pudriéndote. Enamorado de la nieve que cubre las calles neoyorkinas. Insinuando que nunca volverá a la gran manzana y apareciendo por allí a los pocos meses. Así es Enric González, el tío que te cuenta cómo es la vida en Italia a través del fútbol, el chico que pocas veces se cansa de mirar el mundo, el vagabundo que pocas veces se siente solo porque le pagan por aprender a memorizar (y celebrar) el mundo.