Hace un decenio, once veranos para ser exactos, un adolescente madrileño se pasaba la mano por la cara, invadido por el sol cuando hacía un par de horas que se había caído la noche.
La timidez estaba siendo de nuevo una tela de araña insaciable en sus atenciones.
Atenciones. Una chica irreverente con una brizna de viento solar en la nariz se acerca su amigo. La chica sonríe, con el ritmo despacioso de las actrices que engullen los focos. Cabecea.
Hubiera estado bien que sonara esta canción. Ceniceros de esperanza.
El niño, prematuramente lúcido, mira para todos lados. Y comprende que la maquinaria de la noche tiene su propio ritmo.
-¿Te lo estas pasando bien?
-Sí, muy bien, sonríe con una mezcla de timidez y belleza. (Tu amiga parece sacada de una revista).
Tantea también a la del anuncio de cosmética, pero algo de esa chica le dice sigue hablándome.
El niño, prematuramente asustado, se pierde en la brillantina de su cara y la calidez de su acento. Él no sabe que ella, su hermana y esa belleza de postal son unas transgresoras hirviendo de peligro. Y afincadas en firmamentos en forma de clandestinos apartamentos no muy lejanos de ahí.
-¿Alguna vez te has preguntado de donde vienen esos parpadeos de la techumbre?
El niño, prematuramente fascinado, improvisa una teoría sobre la gente buena que se va antes de tiempo y los seres de otros mundos aterrados ante la posibilidad de la incomprensión.
Tiene una cara limpia. Y los ojos asombro. Cuando parpadean se parecen a las luces de arriba. Y parece buena gente. Al principio me ha parecido que miraba con algo de condescendencia, pero se ha relajado y arrastra sus ideas de un modo inimitablemente ingenuo. Y sugerente.
El niño, prematuramente quemado, ya sabe que el baile no es lo suyo. Por eso prueba con poses conmovedoramente absurdas. Parecerse a Jhon Wayne.
Esa chica será la primera de una no demasiada extensa lista con la que conectará de verdad. Ella se ríe de un modo desmayado ante cualquier tontería que se le pasa por la cabeza.
Las guitarras encienden un escenario en forma de playa. Con un taxi emergiendo del océano para llevarse a las tres elegantes actrices isleñas.
-Espero que nos veamos pronto. Me ha encantado conocerte.
-A mi también. (Pero no creo vuelva a encontrarte).
Once veranos después, los niños siguen dudando. Y riendo. Hoy la chica es mamá de una bebita increíble llamada Nora. Sigue derrochando ternura y un humor absurdo y contagioso que contagia de buen rollo a cualquier desconocido. Es feliz junto a su chico, un simpático futbolista retirado antes de tiempo por la economía y los idiomas. Un chico de carisma con el que es fácil sentirse cómodo.
La nena es ésa que mira con asombro al viejo amigo que mira detrás las palabras.
La timidez estaba siendo de nuevo una tela de araña insaciable en sus atenciones.
Atenciones. Una chica irreverente con una brizna de viento solar en la nariz se acerca su amigo. La chica sonríe, con el ritmo despacioso de las actrices que engullen los focos. Cabecea.
Hubiera estado bien que sonara esta canción. Ceniceros de esperanza.
El niño, prematuramente lúcido, mira para todos lados. Y comprende que la maquinaria de la noche tiene su propio ritmo.
-¿Te lo estas pasando bien?
-Sí, muy bien, sonríe con una mezcla de timidez y belleza. (Tu amiga parece sacada de una revista).
Tantea también a la del anuncio de cosmética, pero algo de esa chica le dice sigue hablándome.
El niño, prematuramente asustado, se pierde en la brillantina de su cara y la calidez de su acento. Él no sabe que ella, su hermana y esa belleza de postal son unas transgresoras hirviendo de peligro. Y afincadas en firmamentos en forma de clandestinos apartamentos no muy lejanos de ahí.
-¿Alguna vez te has preguntado de donde vienen esos parpadeos de la techumbre?
El niño, prematuramente fascinado, improvisa una teoría sobre la gente buena que se va antes de tiempo y los seres de otros mundos aterrados ante la posibilidad de la incomprensión.
Tiene una cara limpia. Y los ojos asombro. Cuando parpadean se parecen a las luces de arriba. Y parece buena gente. Al principio me ha parecido que miraba con algo de condescendencia, pero se ha relajado y arrastra sus ideas de un modo inimitablemente ingenuo. Y sugerente.
El niño, prematuramente quemado, ya sabe que el baile no es lo suyo. Por eso prueba con poses conmovedoramente absurdas. Parecerse a Jhon Wayne.
Esa chica será la primera de una no demasiada extensa lista con la que conectará de verdad. Ella se ríe de un modo desmayado ante cualquier tontería que se le pasa por la cabeza.
Las guitarras encienden un escenario en forma de playa. Con un taxi emergiendo del océano para llevarse a las tres elegantes actrices isleñas.
-Espero que nos veamos pronto. Me ha encantado conocerte.
-A mi también. (Pero no creo vuelva a encontrarte).
Once veranos después, los niños siguen dudando. Y riendo. Hoy la chica es mamá de una bebita increíble llamada Nora. Sigue derrochando ternura y un humor absurdo y contagioso que contagia de buen rollo a cualquier desconocido. Es feliz junto a su chico, un simpático futbolista retirado antes de tiempo por la economía y los idiomas. Un chico de carisma con el que es fácil sentirse cómodo.
La nena es ésa que mira con asombro al viejo amigo que mira detrás las palabras.