Hubo un tiempo en que los príncipes tenían su corona, disfrutaban en vida de la fruta y las mujeres. También las estrellas. Podían saciar sus apetencias y vivían felices. Pero cayeron los siglos y se cumplió un ciclo de reencarnaciones que desbordó todas las previsiones. Ya no había suficientes cuerpos para tantas almas.
¿Qué haremos con los príncipes? Quizá nos hemos equivocado con ellos. Les hemos regalado cantidades enormes de risa, placer y sueño (ese agradable sopor que sucede a la siesta o los juegos del cuerpo). Pero a cambio ellos se han convertido en animales del aburrimiento. No inspiran y cada vez están más taciturnos.
Este es el nuevo trato: tendrás imágenes y ganas y una habilidad especial para expresarlas. Pero olvídate de la riqueza o las comodidades o la armonía.
Tu mente se convertirá en una centrifugadora de emociones, pensamientos y desgarros (también de alegrías) que a duras penas te concederá tregua.
Te llamarás Jean-Michel Basquiat y será raro el día en que no creas enloquecer. A cambio, tu pintura embadurnará el alma con un brebaje tormenta. Serán dibujos de apariencia infantil y llamadas de auxilio.
Estarás solo en una gigantesca torre.
Permanecerás enjaulado.
Pero no temas, hijo mío, porque el sonido de tu corona percutiendo contra los barrotes creará una música que calmará el alma de los treintañeros que necesitan esas imágenes para coger las próximas olas de luz.
Y ese sonido acabará por convencer a alguien de que a veces los príncipes hacen merecimientos para serlo.