Una fábula sobre la locura terrorista. Algo así ofrece Todos estamos invitados, la última película de Manuel Gutiérrez Aragón, que se deja ver con la facilidad de las cintas hechas con las vísceras y el alejamiento. Como si fuera un libro de ciencia ficción, la película narra la historia de un etarra amnésico, Oscar Jaenada (actor colosal), que de repente debe enfrentarse a una pregunta abundante en estos tiempos. ¿Quién soy yo? ¿Qué cojones hago aquí?
El chico empieza a trabajar la arcilla mientras masajea la sonrisa de la coordinadora del taller: Francesca, una chica italiana con la que es fácil idealizar. Quizá sea su simpatía lenta o la manera en la que inaugura los días con su novio, el señor Coronado que en esta ocasión encarna a un profesor universitario amenazado por los fascistas vascos.
Entretanto, la bala que ha recuperado su cerebro (donde habita el alma según el señor Punset) le propone sueños donde se debate a medio camino entre la redención y el infierno.
La película merece la pena porque traza la radiografía de un día cualquiera para un amenazado por ETA. Las reuniones con los policías de la Ertzaintza , donde te vienen a decir que lo mejor es quedarse inmóvil o lo que es lo mismo: estar muerto en vida. Cómo no sentirse conmovido con la manera en que el profesor se emparanolla cuando piensa que a su alrededor le están siguiendo para trazar las estaciones de su asesinato.
Es justo denunciar la miseria de mirar para otro lado. Pero también lo es reconocer que el miedo es una de las emociones más potentes. Como explica en un momento dado Francesca, el sufrimiento arraiga mejor en el alma que el amor o la esperanza. Crece más rápido y con más intensidad. Por lo que es fácil entender cómo discurre el hilo temático de una historia donde también existe una playa para refugiarse.
Algo mejor: para ser feliz, con esa felicidad blanda que da su cuerpo mientras la risa envuelve de espuma el desconcierto. No es una historia para reír pero teje resistencias.
Josu Jon lo sabe, escucha su tristeza y sabe que se ha incendiado. Pero al menos quedan arrestos para detener la sinfonía del terror. Y esos gestos dignifican y cambian la maquinaria del vacío. Por eso merece la pena echar un ojo a esta historia de verdugos y vencidos. Porque no está de más recordar que todos estamos invitados a mejorar el curso de nuestro río. Quizá hoy no. Tampoco mañana.
Pero acabarán surgiendo nuevas tardes de lujosas risas. Tardes que devuelvan futuro a los martirizados por los portavoces del miedo. Futuro para que la gente se ponga en la piel del otro y las Francescas de este mundo tengan todas las moras del pastel. Futuro para que ese rincón cantábrico, con gente orgullosa y entrañable, con sus montañas de lluvia, recupere algo tan elemental como la convivencia.
El chico empieza a trabajar la arcilla mientras masajea la sonrisa de la coordinadora del taller: Francesca, una chica italiana con la que es fácil idealizar. Quizá sea su simpatía lenta o la manera en la que inaugura los días con su novio, el señor Coronado que en esta ocasión encarna a un profesor universitario amenazado por los fascistas vascos.
Entretanto, la bala que ha recuperado su cerebro (donde habita el alma según el señor Punset) le propone sueños donde se debate a medio camino entre la redención y el infierno.
La película merece la pena porque traza la radiografía de un día cualquiera para un amenazado por ETA. Las reuniones con los policías de la Ertzaintza , donde te vienen a decir que lo mejor es quedarse inmóvil o lo que es lo mismo: estar muerto en vida. Cómo no sentirse conmovido con la manera en que el profesor se emparanolla cuando piensa que a su alrededor le están siguiendo para trazar las estaciones de su asesinato.
Es justo denunciar la miseria de mirar para otro lado. Pero también lo es reconocer que el miedo es una de las emociones más potentes. Como explica en un momento dado Francesca, el sufrimiento arraiga mejor en el alma que el amor o la esperanza. Crece más rápido y con más intensidad. Por lo que es fácil entender cómo discurre el hilo temático de una historia donde también existe una playa para refugiarse.
Algo mejor: para ser feliz, con esa felicidad blanda que da su cuerpo mientras la risa envuelve de espuma el desconcierto. No es una historia para reír pero teje resistencias.
Josu Jon lo sabe, escucha su tristeza y sabe que se ha incendiado. Pero al menos quedan arrestos para detener la sinfonía del terror. Y esos gestos dignifican y cambian la maquinaria del vacío. Por eso merece la pena echar un ojo a esta historia de verdugos y vencidos. Porque no está de más recordar que todos estamos invitados a mejorar el curso de nuestro río. Quizá hoy no. Tampoco mañana.
Pero acabarán surgiendo nuevas tardes de lujosas risas. Tardes que devuelvan futuro a los martirizados por los portavoces del miedo. Futuro para que la gente se ponga en la piel del otro y las Francescas de este mundo tengan todas las moras del pastel. Futuro para que ese rincón cantábrico, con gente orgullosa y entrañable, con sus montañas de lluvia, recupere algo tan elemental como la convivencia.