Picasso, Goya, Velázquez y Sorolla. Probablemente este sea
el póquer de aristas españoles más universales en la historia de la pintura.
Ayer tuve la suerte de asistir a la exposición del pintor valenciano
(1.863-1.923) en la Fundación Mapfre, Sorolla y Estados Unidos.
La entrada a la muestra es gratuita. Pero contemplando el
contenido de la misma no me hubiera importado abonar algunos euros (y eso que
no estamos sobrados de los mismos) porque la recopilación de obras de este
creador impresionista, postimpresionista y luminista bien lo merece. En la
misma, se aprecia el magisterio de Don Joaquín para captar los matices de la
luz, cuando esta baila en el agua y hace más transparentes los cuerpos y más
misteriosos los edificios, como sucede con su mirada al Salón de Embajadoras de
la Alhambra.
Elegancia es otra sensación que tonifica la mirada cuando se
aprecian sus creaciones. Elegancia en los gestos; verbigracia: la manera en la
que las mujeres (sobre todo su mujer Clotilde y sus hijas) miran al horizonte,
manejan las poses o amplifican la distinción de sus vestidos con el movimiento
o la quietud de sus manos.
También hay espacio para los retratos. Piénsenlo: estamos en
la etapa bisagra entre el siglo XIX y el XX. Y la burguesía tiene mucho que decir,
más que nunca. Para empezar, son ellos los que pagan a Sorolla. Y en el nuevo
mundo que funciona como eje de la muestra (en el que Estados Unidos que estira
sus capacidades mientras frisa el siglo XX), cotiza al alza emular a los
aristócratas europeos, con retratos que realzan la calidad de los vestidos y,
sobre todo, la pompa y circunstancia de l@s retratad@s.
Esa galería de retratos (con sus poses solemnes, sus vestidos
luminiscentes) tienen algo de estandarizado, de copia y pega mental (se
buscaba, en definitiva, un sello que acreditara su estatus social y
distinción). Sin embargo, la calidad y los recursos de Sorolla quedan de nuevo
de relieve cuando apreciamos el retrato que realizó de Cristóbal Colón,
condensación de decenas de estudios anteriores. En este cuadro, Sorolla fabula
la disposición que pudo tener el navegante genovés el día que se embarcó en el
viaje que cambió el signo de la historia.
He ahí un tratado de la naturaleza humana: la pose dominante
y serena a un tiempo; un rictus que combina la arrogancia, la firmeza, bastante
confianza y leves motas de miedo y desafío en la mirada. El detalle de respetar
lo nublado del día, sin perder por ello fuerza, los ropajes sobrios y, sobre
todo, el rosario en la mano, ordenado y
desmadejado a un tiempo, dan buena muestra de los ingredientes de la
personalidad de uno de los tipos más imaginados de la Historia Universal.
La muestra se contempla con deleite y cierta fluidez. Con
mirada ágil, se puede recorrer en 20 minutos (según el personal de la propia
fundación). Yo matizaría que merece la pena dedicarle un rato más largo
(pongamos que hablamos de un paseo de 45 minutos) para disfrutarla con más
detalle. El caso es que la muestra abarca dos plantas, que se conectan entre sí
por un amplio ascensor, empapelado con un par de escenas playeras.
En esa temática, Sorolla es el rey. Las fotos actuales
palidecen ante la sensibilidad de este compositor de sensaciones. Puedes sentir
la claridad, su salada fuerza suave. Así como los buceos de los niños. La
sensación de libertad y juego que emanan de sus gestos y carreras. Algo de
protección y armonía acaban surgiendo de las mujeres a las que retrata.
Una sensación de equilibrio y gestualidad proporcionada muy
propia de los lugares que inmortaliza: las playas valencianas mezcladas con las
de Zarauz o Biarritz, donde confluía lo más granado de la burguesía y
aristocracia de medio mundo. Lugares en los que el propio pintor concretaba
encargos previamente acordados en los lugares de origen de esa clase alta.
Por el camino, Sorolla también tiene optimismo y delicadeza
para captar la España menos costumbrista y más luminosa. Por ejemplo, la pose
civilizadamente desafiante de Blasco Ibáñez, la frescura de unas bailaoras o la
accesible magnificencia de algunos de los monumentos que configuraban y
configuran el rico patrimonio histórico de nuestro país. No en vano, de Sorolla
se celebra su facilidad para dibujar una España luminosa y optimista; un
costumbrismo que escapa al tópico y el derrotismo.
No es de extrañar que, en uno de los textos que
contextualizan la exposición, se relate cómo las calles quedaron colapsadas en
Nueva York durante su primera exposición en la capital del mundo occidental, en
el marco de la la Hispanic Society of America.
En un plano más personal, consignar mi alegría de compartir
tanta belleza y tanta luz con mi madre y mi hermano Javi. Los tres salimos con
la sensación de haber contemplado un espectáculo agradable y revelador de una
época a un tiempo. “El trabajo de un genio”, como sentenció Doña Mariquilla.
Pd: Si tenéis tiempo y ganas, os recomiendo que os acerquéis
a la tienda de la Fundación. Allí encontraréis una cuidada edición del cuento
de Pinocho, que nos remite a la esencia del reato, sin edulcorantes, y
evocadoras ilustraciones. Una golosina a tener en cuenta por sus majestades
magas ahora que se acercan las fiestas. Lástima que el Dios Cronos volviera a
exhibir su dictadura a última hora…
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