viernes, noviembre 09, 2007

La reina de los excesos


Siempre se vio guapa en el espejo. Las niñas del cole querían regalarle su sándwich y tenía tiempo hasta para inventar nuevas modalidades de salto a la comba. En casa, sus padres solían andar a la gresca. Papá alcoholizado todo el día y mamá neurótica con sus tetas y los potingues de la cara. Había algún momento bueno, como cuando se comían la tarta de chocolate y abrían los regalos de la tía de Shangai.
A los doce años, los chicos de quince se la comían con los ojos. Su cuerpo se sacudía por oleadas intensas de rubor y placer. Los pechos le crecieron a la edad justa, suficientemente tarde como para no ser la primera y lo bastante pronto como para seguir jugando en primera división sin bajar de categoría. Por el camino, mamá la seguía colmando de cariño y sobreatenciones. Todo por su nena artista. Le pasaban los libretos y no le costaba memorizarlos. Un par de horas y caían las diez hojas del capítulo, interpretadas con la mezcla justa de naturalidad, control y seducción delante de una cámara que le hacía feliz. Siguió creciendo y la meca del cine la cubría de ofertas. Las pelis cada vez eran mejores. Los chicos se volvían locos contigo. Pero tú siempre querías tener todo bajo control y, al tiempo, vivir fácil, sin pensar. Dejando a la piel todas las ventajas del hedonismo. Por eso la diosa se calza las copas con una cantidad prohibitiva de lujuria. Alguien se la encuentra un día en el pasillo de una fiesta casera. Vestida de princesa punk sonríe con la mezcla justa de picardía y desinterés. Hablar con ella es fácil y tentador. Le gusta besar. Le gusta provocar. Su cuerpo se tensa como una estatua de mármol y le entra el pánico. Pero lejos de dejarlo prueba el más rápido como un animal salvaje. No es fácil ser una diosa de excesos. La gente te envidia. La prensa te bromea y las drogas son el único combustible para estar siempre a punto.

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