A veces las películas reciben una promoción desmesurada. De algún modo, los espectadores se sienten obligados a probar suerte; algo de eso sucede con Pudor, la primera película de los hermanos Ulloa (David y Tristán). Cuando termina la proyección, una chica se queja del dolor de cabeza que le ha entrado. No extraña demasiado. Porque por encima de otras consideraciones, esta historia produce una sensación de asfixia interior. Es la consecuencia de poner la cámara (y el corazón) tan cerca de los miedos y el aislamiento de los miembros de una familia.
La coherencia entre el título de la cinta y el encierro vital de sus protagonistas es irreprochable. A través de un puñado de arquetipos (un adicto al trabajo, un ama de casa incompleta o una adolescente confusa hasta la perdición), el espectador no tarda demasiado en encontrar alguna identificación con su estancamiento. Pero las cosas no fluyen como deberían. El aire de tragedia oprime; casi no hay humor. Aún así, la cinta ofrece destellos. La mirada de la quinceañera (Natalia Rodríguez) vale un mundo. Y la manera de hundirse de sus padres (Elvira Mínguez y Nancho Novo) estremece. Por no celebrar las peripecias de los pequeños rebosando simpatía y naturalidad. Así las cosas, el segundo tercio de la historia tiene momentos logrados a través su tensión narrativa y el lirismo de sus imágenes. Pero no es suficiente. El final se entrega a un tremendismo poco creíble, convirtiendo la película en un exceso de flagelación existencial. Los directores podían haber prescindido de tanto énfasis. Es una cuestión de preferencias. Y de inicios. Al principio, queremos subrayarlo todo. Para la próxima, harían bien en confiar más en el espectador.
La coherencia entre el título de la cinta y el encierro vital de sus protagonistas es irreprochable. A través de un puñado de arquetipos (un adicto al trabajo, un ama de casa incompleta o una adolescente confusa hasta la perdición), el espectador no tarda demasiado en encontrar alguna identificación con su estancamiento. Pero las cosas no fluyen como deberían. El aire de tragedia oprime; casi no hay humor. Aún así, la cinta ofrece destellos. La mirada de la quinceañera (Natalia Rodríguez) vale un mundo. Y la manera de hundirse de sus padres (Elvira Mínguez y Nancho Novo) estremece. Por no celebrar las peripecias de los pequeños rebosando simpatía y naturalidad. Así las cosas, el segundo tercio de la historia tiene momentos logrados a través su tensión narrativa y el lirismo de sus imágenes. Pero no es suficiente. El final se entrega a un tremendismo poco creíble, convirtiendo la película en un exceso de flagelación existencial. Los directores podían haber prescindido de tanto énfasis. Es una cuestión de preferencias. Y de inicios. Al principio, queremos subrayarlo todo. Para la próxima, harían bien en confiar más en el espectador.
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