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martes, agosto 25, 2020

Westworld: androides que saben trabajar en equipo y el reto de construir el libre albedrío

 Fuente de foto: filmaffinity.com

Una de las joyas de la corona de HBO en el continente de las series es Westworld, una serie llena de aristas que relata de una manera emocionante, imaginativa y, por momentos, verosímil las posibilidades y los retos que abre la evolución de la inteligencia artificial.

La serie lleva la rúbrica de Jonathan Nolan (hermano de Christopher y coguionista de Memento y un par de entregas de la saga de Batman) y Lisa Joy. A su favor, conviene argumentar el verismo de varios de los datos y recreaciones (muy interesante el concepto de la mente bicameral que estructura el desarrollo de la conciencia de los robots) y su talento para combinar acción, misterio y tonalidades emocionales en el dibujo de unos personajes poliédricos, que en un mismo capítulo pueden despertar admiración, recelo y hasta repulsión.


       Fuente de foto: Passengers 6 A

Dicho en pocas palabras, el punto de partida de la serie nos cuenta cómo son las peripecias de los humanos en un parque temático que recrea el salvaje oeste, un lugar poblado por robots que interactuan con cada visitante en función de sus decisiones y apetencias, que con desconsoladora frecuencia acaban derivando en violaciones y asesinatos.

De manera que pronto se nos plantea un dilema de envergadura: ¿existe el maltrato a androides? ¿Se puede hablar propiamente de matar a un robot? Antes de que respondáis, hay que matizar que estos individuos de inteligencia artificial que protagonizan Westworld muestran una riqueza emocional que para sí quisieran prohombres de nuestro tiempo como Trump, Bolsonaro o Putin.


    Fuente de foto: elnacional.com

Esos matices en la gestualidad y la mirada corresponden con el talento de los intérpretes que dan vida a estos sofisticados autómatas: Dolores (Evan Rachel Wood), Maeve (Thandie Newton), Bernard (Jefrwey Right) y los inconmensurables Anthony Hopkins y Ed Harris dando vida a los inquietantes Ford y William.

La paradoja de esta serie es que resulta mucho más fácil reconocerse en los robots que en los humanos (el promedio del comportamiento  seres de carne y hueso de esta fábula futurista- no estamos tan seguros de poder decir con alma- es bastante lamentable). Estos androides mejoran y aprenden muy rápido gracias a su pasión por comunicarse y afinar en los detalles. Tanpoco es nada despreciable su destreza para procesar datos y nuevas ideas, por no hablar de su predisposición a improvisar, que por cierto es una de las cualidades que los españoles menos valoramos de nosotros mismos y que más sorprende de estos tecnohumanos.


Fuente de foto: espinof.com

Además, cautiva cómo se estructura la narrativa de esta historia, en la que se entremezclan perspectivas y tiempos de manera que la historia gana en interés y asombro, ya que la información está dosificada de una manera tan sabía como proporcionada, en un tempo in crescendo, en la que nada es exactamente cómo parece, lo que hace que vaya aumentando tu fascinación ante este mundo en el que la distopía ha seguido ganando terreno...

También es muy interesante el protagonismo femenino que encarnan los personajes de Dolores y Maeve (magistralmente interpretadas por Wood y Newton), mujeres que aprenden a luchar para encontrar un lugar más justo y digno para ellas y los suyos. Estimulante es, así mismo, la compasión que es capaz de desplegar Bernard, haciendo así mucho más interesante su bagaje intelectual y su fe en estos androides.


Fuente de foto: Fuera de series

Por suerte, todavía se dejan resquicios en esta historia para construir una vida personal y colectiva donde prime la libertad de elección, aunque sea entre ciertas condiciones y resulte "jodidamente complicado", en palabras de una de las seductoras robots anfitrionas, quizá no tanto si aprendemos de veras a cultivar una vida en la que prime lo esencial: una conexión con la trascendencia más fácil de edificar si vinculamos con aquello que nos une y hace crecer.

martes, febrero 16, 2010

Búsquedas en la jaula, miedo disuelto en chistes metafísicos y una balada romántica del monstruo legendario


Siempre nos queda el cine. El cine busca esquinas improbables para mirarnos a la cara y hacernos pasar un buen-mal rato y devolver algo de lucidez para la vida cotidiana.

En lo alto del escenario vemos a una chica preciosa, con los ojos emitiendo algo parecido a las lagrimas, radiante. Se llama Marta Etura. Su discurso de premio combina con maestría la emoción y el agradecimiento. La gente de la academia ha reconocido su interpretación en la Celda 211, que al final de la noche se habrá convertido en un maremoto de éxito: ocho Goyas.

Celda 211 tiene un inicio impactante. Consigue imprimir misterio y desasosiego en el espectador. Y por encima de esas dos sensaciones, el interés. La historia gira a través de Mala Madre (insuperable Tosar), un tipo rapado con voz tabernaria pasada por la lija, cuyo efecto más perdurable es que tengas la impresión de que se está cagando en la madre de su interlocutor cada vez que habla con éste.

Celda nos recuerda la fortuna que tenemos de haber nacido dentro de una clase media, con una vida más o menos anodina y con unos factores vitales comunes que más o menos vamos poniendo a nuestro favor por el camino.

La película retrata con aspereza y un toque humorístico (en algún momento hasta tierno) la vida entre jaulas de un puñado de presos que un día deciden rebelarse, con tal casualidad que acaban poniendo a un tipo corriente en una situación límite, donde sólo su gélida sangre le dará una oportunidad. El inicio, ya lo hemos dicho, deslumbra.

Luego pierde algo de vuelo en el tramo medio. Y vuelve a crecer en su desaforado desenlace. Es una película sobre malos con carisma (ya sabemos por qué El Padrino es la cinta favorita de una generación) y gente que busca su sitio y que lo encuentra. Algunos a costa de poner a freír su integridad, otros siguiendo su instinto, los menos buscando un equilibrio entre supervivencia y moralidad.

En suma, un laberinto de emociones, tensiones y peripecias batidas a muy buena cadencia, que nos recuerda lo mucho que podría cambiar nuestra vida si empiezan a llover pedradas en ese territorio llamado suerte, que tanto se ladea cuando caminamos en su lomo durante este viaje.

El lunes, aprovechando que el Señor Fo libraba, nos acercamos a ver el hombre lobo del siglo XXI. En esta época, wolfman tiene la efigie de Benicio del Tiro, quien tiene un careto suficientemente salvaje como para dar el pego. La historia confirma esa sospecha, con el boricua haciendo un buen ejercicio de contención y tormenta. Los misterios de la película son bastante previsibles.

Pero aún así, la música y la fotografía, así como el desarrollo de la narración, remiten a la idea de viejas grandes películas. La cinta es barroca y está contada a lo grande, evoca al Drácula de Bram Stoker, por su ambición y romanticismo. Anthony Hopkins nos recuerda que es un mago del lado niebla y Emily Blunt que es una cara muy bonita y con una interesante manera de caer en el enamoramiento.

Lo más destacable de la película son la casi decena de buenos sustos que te llevas cuando ves la historia (ya saben, lobohombre siempre se esconde para ahorrarle sufrimientos innecesarios a sus víctimas, no así a sus visitantes).

Lo más rechazable, esa tendencia a enseñar las transformaciones lobunas (muy logradas, por otra parte). Al final, lo que más terror transfiere es lo que no se ve. Lo que se intuye, lo que se oye, lo que no se puede entender.

Como último lado de este triángulo cinéfilo señalaremos Shadows and Fog (2001), una de esas películas de Woody Allen semidesconocidas que regalan un puñado largo de buenos momentos gracias a la habilidad del neoyorkino para combinar tempos teatrales con impagables dosis de humor, lucidez y absurdo

Todo ello movido al ritmo de una de las neurosis más saludables que haya dado la especie, encerrados en 165 centímetros de pura incontinencia verbal, con diálogos imprevisibles y brillantes. Y es que el tío Woody ha hecho del cine su vida, hasta el punto de que su manera insurgente de abordar los torreones culturales y sociales de nuestra civilización le han convertido en un antihéroe con el que todo es más divertido y menos dramático, donde uno se siente menos torpe y más inteligente.