Mirza adoraba el tenis.
Lo jugaba con clase y
generosidad;
mismas cualidades con las
que
habría puesto de los
nervios al señor McEnroe
y mismas sutilezas con las
que
cinceló su leyenda en el
baloncesto.
El invierno bosnio guió su destino.
Mirza botaba el balón
como si estuviera flotando;
como si fuera un mariposa,
matizaría el señor Alí;
su organismo convertía la
gravedad en agua.
Pases a una mano,
pases sin mirar,
amago en el aire;
pases de béisbol.
La cancha era una alfombra en manos de su
generosidad.
Fortalezas Martín y
Pillerías Iturriaga se ponían las botas con ella.
El equipo, siempre el
equipo.
Mirza no tardó mucho en vestirse de gloria.
ganada con el equipo de su
casa.
Y levantó todas las Glorias imaginables:
los Juegos Olímpicos
bañados en oro
(pena, 1980, la ausencia
Yankee).
También conquistó el mundo.
Y Europa cubrió sus cestas con
dos sábanas con la enseña
yugoslava.
Hombre de excesos,
ni siquiera en el autobús
de la fiesta
daba un respiro al pitillo.
He vivido el doble que la gente,
por el día, por la noche,
declamaba con su sonrisa de
Liam Galager
a quien vanamente trataba
inflamarle por su inflamada existencia.
sembraron el mito en sus
dos años como merengue;
-un Mundial de clubes y una
Liga-.
No siguió más porque el equipo necesitaba un
interior
(Wayne Robinson)
y, con su contrato vigente, le dijo al club: fichadlo.
Tiempos de un solo extranjero.
Al día siguiente, sacó el
monedero y se hizo socio blanco
‘el hombre del minuto de
aplausos en la ópera del Saporta’.
El equipo, siempre el
equipo.
Tras salir del Madrid,
medio cuerpo se le paró en
Italia.
Luchó y se recuperó
pero ignoró los consejos
y siguió cubriendo su
ceniza de aullidos.
Cuando jugaba, danzaba,
y si te encaraba podías dar
por seguro que el acierto
se pondría de su parte.
La gente se aficionó a este juego por su
inspiración.
Daba igual su cuerpo de
gastado rockero
o su ‘preferiría no
hacerlo’ en defensa.
Cuando creaba en la cancha,
creaba emociones en tu
emoción.
La guerra rompió la vida de su país y sus
amigos.
Pudo haberse ido; en Italia
y España le pedían
con el corazón abierto.
Pero el suyo no sabía ni
quería abandonar a los suyos.
El equipo, siempre el
equipo.
Sobrevivió a la enfermedad
y el asco moral.
Cultivó su sonrisa y
fabricó bromas con su gente.
Pero se fue pronto, a los
47.
O no tanto, si pensamos en su
eterna vigilia.
¿Su legado?
Lo deletrea su hijo Danko:
“da el 100% en lo que
haces,
es la única manera de que
de verdad funcione".