ETA ha dicho que se va. Tras cuatro décadas largas y más de
800 muertos (848 para ser respetuosos con la memoria de cada una de esas vidas
y el dolor de los que se quedaron), parece que en esta nación y en ese país
podemos respirar un poco más tranquilos. Como sucede con el grueso de las
víctimas directas de la violencia de esa banda de asesinos, uno vive esta
noticia con una mezcla de alegría y tristeza, rabia y alivio, desencanto y esperanza.
Las emociones positivas son fáciles de entender; la sociedad
vasca ha evolucionado y su rechazo masivo de la violencia ha propiciado este
fin de ciclo del terror. También ha sido determinante, tanto o más, la firmeza
de nuestro estado de derecho (policía, jueces y políticos) para arrinconar,
esquilmar y enjaular a esa panda de desalmados. Da igual que pasen 100 años, nunca
podré comprender como un puñado largo de personas de una región próspera de este planeta, donde
tienen-han tenido de todo (comida, cultura, trabajo, belleza, bienestar,
futuro) se hayan dado durante tantos años a la cultura del odio y aniquilación (ya
sea de facto o de pensamiento). No lo podré comprender.
ETA ha sembrado el sufrimiento en la vida de miles de
personas; no sólo aquellos a los que matado, también a aquellos a los que ha
herido, amenazado y extorsionado. Mi padre era periodista y vivió varias veces
esa amenaza bien cerca. Por ejemplo, a través de aquellos amigos y compañeros
que fueron directamente señalados por el dedo criminal de esa colección de
enajenados. No va a ser fácil extirpar de la sociedad vasca (y española) esa
cultura del miedo, esa ideología del odio y la desconfianza. Esta pesadilla ha
hundido sus monstruosas obsesiones en tres generaciones de familias.
Hablamos de una banda que personifica lo peor de nuestra
condición como especie: la pataleta de niños iracundos con cuerpos de hombres y
mentes de enfermos que no toleran que nadie pueda pensar-sentir distintos de
ellos y que para imponer su forma de concebir la vida (el territorio, la
identidad, la convivencia) se empeñan en apagar cuando no extinguir la de los
que no piensan-sienten como él. Una fijación así sólo produce tristeza y
escepticismo hacia nuestra validez-legitimidad como especie.
Dicho todo esto, toca pasar página. Mientras lo hacemos, es
justo y necesario que sigamos digiriendo todas las emociones hasta aquí expuestas.
Ahora toca ponerse el traje de pragmáticos. Si la banda necesitaba el teatrillo
ese de los mediadores internacionales para decir que lo deja, bienvenido sea.
Tantas esquinas de odio y destrucción no van a cambiar de golpe de un día para
otro. Pero es un primer paso ilusionante. Por supuesto, queda que pidan perdón
a las víctimas y que reconozcan el daño que han hecho. Cuando hagan eso, los
presos terroristas podrán volver a estar (enjaulados) cerca de casa. Así hasta
que paguen por el daño y sufrimiento que infringieron en su momento.
Y así, sucesivamente. A fin, de cuentas, insisto, la
sociedad vasca ha ido evolucionando favorablemente en los últimos años y
decenios. De la ideología de finales del siglo XIX de Sabino Arana (“mi raza,
mi cultura, mi odio”) al actual germen de convivencia pacífica en la diversidad
(con el primer lendakari no nacionalista en época democrática), pasando por la (comprensible)
lucha por el respeto a su cultura frente a una dictadura que quería borrar sus
señas de identidad.
No es muy descabellado pensar que dentro de tres
generaciones el pueblo vasco decida su autodeterminación y escisión del pueblo
español (una cultura milenaria, el trabajo de adoctrinamiento en las ikastolas
y un sentimiento de mayoría, simple, nacionalista así lo permiten augurar). Si
existe una mayoría aplastante que así lo demanda, habrá que aceptarlo siempre y
cuando sea a través de unas vías pacíficas, consensuadas y bien enmarcadas (en
el terreno legal, económico y político).
Es absurdo ir contra la corriente del mar. Dicho esto, a día
de hoy cerca de la mitad del pueblo vasco se sienten españoles. Muchos de ellos
(hablamos de una comunidad autónoma con poco más de dos millones de habitantes)
han sufrido de manera más o menos directa la violencia de la violencia etarra.
Y no vamos sólo a lo obvio: muertes, chantajes o desconfianza. Pensamos también
en la abrasión moral que da el saber que no puedes expresar libremente tus
opiniones de cómo deben-te gustaría que fueran las cosas.
Me parece bien (recelos al margen, expresados un poco más
arriba), que los que antes daban cobertura moral o política a la violencia,
puedan, una vez explicitado su rechazo frontal a la misma, defender sus ideas
en los foros políticos; porque al fin y el cabo la política es ese arte del género
humano, perfeccionado por los griegos con la democracia, que nos permite
gestionar nuestras diferencias sin recurrir a la garrota y, al tiempo, gobernar
de un modo pacífico y próspero nuestro destino como comunidad (no, mejor ahora
obviaremos el desafío que supone esta crisis, que si no se nos enreda demasiado
la madeja).
Si decimos sociedad vasca, enunciamos también a oleadas de
gente de bien, que te trata con exquisita amabilidad cuando transitas por sus
calles, sus bares o recintos. Elucidamos a gente con alma de exploradores que
descubrieron e hicieron habitables muchos sitios en el otro mundo (algo que por
ejemplo noté cuando Gus y Raquel nos sacaron de rueda en la escalada del Teide).
Hablamos de personas nobles y fiables, gente que cocina como dios en la tierra,
tipos afortunados por los ojos azules de su mar y el escote verde de sus
montes, gente en suma emprendedora, trabajadora y cordial con una vena creativa
y solvente a tener muy en cuenta en el mundo de la cultura.
Por eso, después de todo, uno recibe con alegría y calidez
esta noticia. Porque ahí arriba existe material de sobra para edificar un
futuro de reconciliación y normalidad política, donde haya espacio para la
diversidad a la hora de pensar y sentir. Como debería ser natural en cualquier
sitio. Como empieza a ser posible en el conjunto de la nación española. Como
debería ser factible en cualquier lugar del planeta. La sociedad vasca, pues,
está madurando. Y nosotros con ellos.
Ya no está con el yo-yo de la infancia decimonónica y
empieza a dejar atrás la búsqueda del conflicto adolescente de finales del XX (yo
tal y tú cuál, no te aguanto), para dar
un paso hacia la madurez (yo soy así, tú así, en esto congeniamos, en esto no,
busquemos un acuerdo y, entretanto, vamos a hacernos la vida fácil). Quedan por
masticar muchos días para curar heridas y entrelazar nuevas alianzas de
convivencia y pacifismo.
Entretanto, hoy es un día para expresar nuestra rabia y
desencanto por todo lo ocurrido hasta ahora. Pero también para mirar con
cautela, serenidad y esperanza al futuro. Con un apartado especial para las
víctimas: honor y memoria para todas ellas, y los cuerpos de seguridad del
estado: gracias, desde el respeto y la admiración.
El sacrificio de ambos nos ha permitido vestirnos con la
camiseta de un gigante de nuestra especie: Mahatma Gandhi: “la paz es el camino”.
Hoy estrenamos ese puente en todo el país y en cierta manera es como si la vida nos estuviera regalando una pequeña
vida dentro de la que ya teníamos. Aprovechémosla.
Pd: Gracias a ‘El Roto’ por la brillante viñeta que enmarca
este artículo, con la que retrata el absurdo del terrorismo.
Me gusta mucho sobretodo las últimas reflexiones. Es una luz de optimismo, y un deseo de que mi pequeña, únicamnete oiga hablar de ETA cuando estudie HISTORIA DE ESPAÑA, eso sí en un centro público ;-)
ResponderEliminarGracias y ojalá que tu doble anhelo se haga realidad :-)
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