martes, abril 05, 2011

Un puente llamado agonía


Emil Zápotek es un adolescente que se gana la vida en una tienda de zapatos desde los dieciséis años. Emil es simpático, agradable (especialmente con las vecinas con un rango de edad parecido al suyo) y metódico. Ama su oficio y detesta al deporte. Hasta el punto que hace suya la opinión de su padre: “el deporte es una pérdida de tiempo”. Idea que por cierto no comparten varios de sus hermanos.

Años cuarenta. Son tiempos difíciles en la República de Checoslovaquia. Primero, el país soporta como buenamente puede la embestida y colonización del nazismo. Después recibe con alborozo la llegada de las ‘proletarias’ tropas soviéticas, que con el paso del tiempo se revelaran como la otra cara de la moneda totalitaria formulada por Hitler.

En mitad de estos vientos ásperos, Emil se ve obligado a correr una carrera con la gente de su fábrica de zapatos. No me gusta un pelo la idea. Prueba toda clase de estratagemas para ausentarse de la misma, como que su corazón no está en buenas condiciones. Ninguna surte efecto. Ya que le han metido en ese embolado, Emil, que nunca antes ha corrido una carrera, da lo mejor de sí y acaba segundo en una competición informal en la que han tomado parte unas 100 personas.

A partir de ahí, las cosas suceden casi por accidente. La rutina se complica en la fábrica de zapatos: más exigencias, decrecientes condiciones de trabajo... Y Emil decide probar en nuevas carreras, alentado por sus compañeros, que han alucinado con su primera incursión en el terreno atlético. Le coge gusto al asunto. Y empieza a correr como un salvaje. Siempre en solitario. Las mañanas, los bosques, la temperaturas gélidas. El escenario más adverso es el mejor combustible para su evasión.

Porque, consciente o no, Emil corre con tanta locomoción para darle un corte de mangas a la miseria material y moral que le circunda. E es un autodidacta, que escucha los dictados de su instinto y prueba con series cortas de velocidad en medio de sus demostraciones de resistencia. Algo insólito para la época. Pero tiene sentido. Cuando se acerca a la meta, precisa de un despegue extra para colgarse las guirnaldas que distinguen a los mejores. ¿Quieren una definición de talento? Pasarlo bien mientras bordas tu oficio. El señor Zápotek cumplía de sobra esa condición.

Por eso empezó a engordar pronto su palmarés al más alto nivel, con lo que el ejército checo no tardó en apadrinarlo bajo su ala, hasta el punto de que dentro de sus filas prosperó hasta el rango de coronel. Aunque su primer hito principal llego con los Juegos Olímpicos de Londres. Había estaba Emil. Alto y desgarbado. Un solo hombre detrás de la bandera de su país, con su desmadejada chaqueta del chándal encima y unos pantaloncitos blancos debajo. El soldado estadounidense que portaba la enseña quería morirse de la vergüenza y el público no tuvo muchos miramientos para empezar a reírse. Pero esa sensación de fuera de juego cambió en el lapso de poco tiempo.

Casi sin solución de continuidad, Emil corrió los 10.000 metros y maravilló al público londinense. Aquellos Juegos estaban signados por la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Algunos de los mejores atletas del planeta habían perdido la vida en la contienda. Pero la posteridad tenía otros planes para aquella cita. Tras algunos problemas burocráticos para participar en la carrera (el hombre sólo ante el sistema), Emil fluyo como un río entre afinados competidores.

Su estilo era el de una locomotora humana a punto de descarrilar, poniendo al límite la energía de su cuerpo. La cabeza adelantada, casi hundida entre los hombros, un rictus de sufrimiento en la cara y los brazos y las piernas moviéndose espasmódicamente. La agonía como puente para rebasar los límites del hombre. Así hasta distanciar con nitidez a sus rivales en esos 10.000 y convocar el asombro en los aficionados.

Un par de días después, Gaston Reiff, un atleta belga que tampoco tenía una relación cordial con la elegancia, le ganó la partida por bien poco. De milagro, Emil no le remontó la distancia que le llevaba, pero al último latigazo del prodigio checo le faltaron 50 metros de tartán. Sea como fuere, a partir de entonces Zápotek pasó a ser un mito en vida, envuelto en el manto de misterio propio de quien pasa a estar sobre resguardado a la opinión pública. Miedos de la jaula comunista, que no quería que uno de sus elementos más eficaces de propaganda tuviera la tentación de pasarse al otro bando; deserciones así ya se habían consignado unas cuantas…

Zápotek era también una personalidad fuera de las pistas. Como nota común, gastaba sonrisas como otros respiran. Su buen humor encontró documentación ante las cámaras, como en la maratón de Helsinki, cuando se permitió bromear con los camarógrafos cuando había otros compañeros de fatigas que se estaban desplomando sobre el asfalto. Emil no pensaba mucho las cosas, simplemente seguía la canción de su instinto.

Por eso se acercó a felicitar una bella lanzadora jabalina que acababa de ganar la competición en los campeonatos nacionales. La chica se llamaba Dana y recibió de buen grado el ramo de flores de Emil. La cortesía de felicitar al ganador la repitió ella en la carrera siguiente. La respuesta de Emil no se hizo esperar: “Oye, creo que deberíamos irnos a vivir juntos porque dentro de poco tendré que volver a felicitarte, y como tengo la convicción de que vamos a ganar muchas competiciones, lo mejor será facilitar esas felicitaciones”. Sonrisa de ganador. El resto ya os podéis imaginar cómo discurrió. Dana (que todavía vive) y Emil se convirtieron en uno de los matrimonios más famosos de su época.

No le faltaba carisma a este tipo. Tampoco talento y una voluntad de superación fuera de los manuales. Por eso arrasó en los Juegos Olímpicos de Helsinki, donde completó con un triple oro la santísima trinidad del fondo mundial: 5.000 metros, 10.000 metros y maratón. En las dos primeras pruebas, reprodujo su coreografía de agonístico que estira el vuelo cuando otros declinan.

Mientras que en la maratón se empeló con una serenidad y elegancia que nunca mostró en la pista. Eran sus primeros 42 kilómetros y 195 metros en competición oficial. Cuando se acercó a la línea de salida, preguntó por Peters, un atleta británico que era ‘recordman’ de la especialidad en aquel tiempo. Lo encontró y le saludó con un “encantado de conocerle”. El ufano británico no podía sospechar que detrás de esa cordial maniobra de escondía la voluntad de tomarle la matrícula.

Claro que la ingeniosa idea (necesitaba una buena referencia, un ritmo adecuado en una distancia desconocida para él) perdió sentido a lo largo de la carrera. Peters se vino abajo y Zápotek tiro con la determinación de quien está acostumbrado a seguir su propio ritmo de leyenda.

El resto es material para la dignidad y la pesadilla. Dignidad porque cuatro años después, recién operado de una hernia, Emil se sobrepuso del sufrimiento (también en una maratón) en Melbourne y tras vomitar y verse obligado a parar para tomar aliento, acabó la prueba en la sexta plaza, entrando en el estadio como los más grandes, saludando con la gorra y concluyendo con dignidad su recorrido por la gloria.

La pesadilla vino después. Emil había visto mundo. Se había maravillado con las mujeres de Francia y la sofisticación de sus estadios y ciudades. También con otros lugares a los que de cuando en cuando le permitían competir, como en Brasil, donde había miseria sí pero también se respiraba la alegría de quien tiene libertad de movimientos y acceso indefinido a la fiesta

Por eso no dudó en pronunciarse a favor de un sistema más libre y diverso, como el que proponía el entonces presidente checo, Alexander Dubcek, pero la madre castradora, la Unión Soviética, no quería desviaciones en su poder centralizador y metió los tanques, la humillación y el silencio en aquella Praga del año 68, que vivió una efímera primavera. Los soviéticos, cultivados en el arte de machacar a los disidentes, encomendaron toda clase de penosos cometidos a Emil, el héroe del pueblo, que pasaba así a ser postergado por el sistema que hasta ayer había presumido de sus logros.

Entre sus oficios, el de basurero. Pero a veces la justicia poética surge también en las condiciones más adversas. Sus compañeros de gremio no le dejaban recoger la basura praguense. Hay lugares a los que no puede llegar el chasquido metálico de un abuso oficial. Emil pasó aquellas noches saludando a sus conciudadanos mientras sus compañeros le pedían que fuera corriendo suave delante del camión. La gente del sistema podrá decir que Emil se retractó de su apoyo a Dubcek, pero aquello no fue más que una operación cosmética para sobrevivir. ¿No lo hubieras hecho tú?

Emil vivió 73 palos. Se convirtió en un viejo venerable y bromista, justo destino para un hombre que supo mantener la dignidad también en la adversidad. Un hombre astro y, misterios del destino, un tipo también acribillado por el sistema. Como la mayoría de nosotros, E demostró que no siempre es fácil, pero que si mantienes la serenidad acabas encontrando puertas de salida, aunque sea a fuerza moverte rápido, hacia un destino más amable.

(Gracias a Paco, cuyo regalo de cumpleaños, ‘Correr’ de Jean Echenoz, inspiró estas líneas, apuntaladas por la sabiduría del maestro Segurola)

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