Ámsterdam significa literalmente el puente sobre el Río
Amstel. Resulta vivificante visitar hoy día a esta urbe de caudalosos canales y
cultura de proyección internacional, donde juegan un papel importante el Museo
de van Gogh o la Casa de Ana Frank, por mencionar dos de sus hitos culturales
más significativos.
Tuve la suerte de visitar la Venecia del Norte el jueves y
el viernes de esta semana que estamos a punto de acostar. La verdad es que el
viaje resultó estimulante. El trabajo ocupó la mayor parte del trabajo
(entrevistas incesantes en la Feria Internacional de Fespa, dedicada a la
Comunicación Visual en el ámbito internacional), aunque también hubo espacio
para cenar con las personas que formaban nuestra expedición y la del lado
italiano y finlandés.
En ese sentido, la visita resultó aleccionadora de cómo el
cerebro abre puertas cada vez que tienes que comunicarte en un idioma que no
transitas a diario. Ejercitar la empatía así como el inglés (incluyendo la curiosidad
cultural y la pérdida de la vergüenza, cuando no de las artes escénicas)
resulta vitalista.
Cuando tienes la suerte de viajar con el trabajo también
anotas varios trazos de gratitud en el día a día. A saber: la suerte de conocer
otras culturas y formas de expresarse, así como la constatación de que en esta
clase de viajes coges ideas para futuros periplos. En un vistazo rápido, Ámsterdam
transmite la sensación de ser un hervidero de nacionalidades comunicándose en
armonía.
Sus cielos cubiertos de nubes contrastan con las legiones de
ciudadanos que transitan sus calles a bicicleta, donde lo mismo una mujer
transporta a su bebé que un joven trajeado responde sin inmutarse al whatsapp. La verdad es que esos centauros del XXI por
momentos se manejan con una ansiedad que contrasta con el ritmo relajado de los
ciudadanos que pueblan sus zonas céntricas, incluidas la Plaza Dam y el
sorprendente Barrio Rojo, o aquellos que cubren sus trayectos laborales de ocio
o laborales en el apacible tranvía.
El viaje también ha permitido contrastar que los holandeses
gastan la talla media más elevada del planeta (uno, por momentos, se siente
como un mediano ante tantos castillos humanos) y que su idioma, el
neerdelandés, funciona como reconstituyente del gusto por el inglés (intentando
leer un artículo sobre Guus Hiddink en la versión holandesa del diario el Metro
apenas pude vislumbrar la palabra interino…).
De todas maneras, por encima de esas anécdotas se impone la
sensación de recorrer una ciudad llena de encanto, con una arquitectura
delicada y majestuosa a un tiempo. Un lugar donde uno se siente en paz por la
civilización que se puede desplegar en el trazo diario; un sitio que nos
recuerda la importancia de que los ciudadanos se comuniquen con fluidez en el
esperanto de nuestro tiempo, el inglés, mientras te regala una sensación de
hermosa familiaridad con sus canales y calles recónditas, donde la magia aguarda
en una sonrisa, un gesto o una intuición.
Una ciudad donde la libertad baila algunos de sus mejores aguas
por su respeto a la diversidad de afectos (es la cuna del movimiento gay), la
plurinacionalidad de sus universidades o su familiaridad con las sustancias
piscotrópicas o la normalidad (también en cuanto a visibilidad, derechos y
regulación) con la que las trabajadoras sexuales ejercen su oficio.
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