Yo había nacido para dibujar los barcos que descansaban en el muelle. Los eternizaba mientras mi novia napolitana me quemaba los labios con sus besos de impaciente y despaciosa. En cierta manera, era la esperanza de la tribu: talentoso, despreocupado y mujeriego. Pero las preferencias del firmamento son ceniza si algo arde en tu interior. Está feo que lo refiera, pero por aquel tiempo mi alma se parecía a uno de esos salvajes bosques canadienses que fascinan a las universitarias neoyorkinas: una inmensa capa arbórea llena de promesas, frío y belleza.
La primera vez que la encontré, sentí hambre y no paré la sonrisa. Napolitana me mordía los labios en una tasca del pueblo donde la gente vive para memorizar chistes. Napolitana me deseó y ya nunca pude detenernos. Sus palabras eran sus dedos y cada uno de ellos contenía una nueva respiración; pórtico incontestable del acércate. Si sigo trabajando tanto, mañana seré vieja. Quizá, pero lo que yo quería decirte es que intensa eras tú, intensa esa manera sin copia de acariciar las olas. No dejes de acostarte tarde, acuática. Acuáticos son tus pechos, acuática tu vulva. Y de ya tus inmensos ojos. Napolitana prefería que no le dijese guapa. Tampoco le gustaba leer los ingredientes de los cereales. A cambio, se empeñaba en que hiciésemos música con los cuerpos. Sólo música , mi cielo, sólo música. Todavía timidezco cuando noto tu mano recogiéndome las migas. Y sí, el bosque se incendió con los dos dentro. Fue en agosto.
Todavía no había viajado en pérdida.
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