lunes, octubre 22, 2007

El sabor de una coca cola


Casi no queda tiempo, pero conviene asegurar la posesión. Hay nervios pero sobre todo ganas de recibir la pelota. Jorge se abre al otro lado del campo. Agacho el espinazo y pido la pelota, el movimiento mil veces ejecutado con la imaginación, amago hacia un lado me muevo hacia otro y surge el semigancho que toca la tabla y entra la canasta. El éxtasis. Y salimos corriendo hacia todos lados. Los compañeros fundidos en un abrazo donde descubres un oxígeno desconocido. Estoy muy contento. Estoy entusiasmado. Por momentos como esos uno juega al baloncesto.
Los mejores los viví con mi amigo Jorge cuando teníamos once años. Aquel año no perdimos ningún partido. Escuchábamos como a un maestro zen al entrenador. Cada pequeña lección sobre el juego y los estudios era grabada a conciencia. Nunca podré olvidar el mejor cansancio de cuando el míster nos regalaba una coca cola y unas papas fritas mientras comentábamos entusiasmados la mejor jugada o las dificultades de tipos que ya entonces eran gigantes. Tampoco borraré aquella victoria contra el Estudiantes (C) con ocho puntos de cada uno. O la manera en la que los dos nos crecimos en la final del torneo del Stella Maris, donde aprendimos a superar la presión ambiental.
Si tienes coraje se puede mirar hacia el cielo. Jorge era, en cierta manera, lo opuesto a mi. Tenía altura (entonces yo no andaba mal de eso) pero sobre todo tenía mucha clase. Jugaba con el gusto diletante de los que van a hacer algo diferente. Por amor a la virguería. Nunca perdió esa preferencia. Por eso veneró hasta la broma a Míchel, aquel tipo que hizo grande el callejón del 8 en un Madrid que todavía hoy es recordado con nostalgia por la calidad de su juego.
Con el tiempo llegaron las borracheras y las distracciones. Pero Jorge nunca se dejó tentar. Los suyo era fascinarse delante de una pantalla gigante de cine, mientras seguía interiorizando la elegancia y una broma como mejor válvula de escape a las situaciones más exigentes del día a día. Era un tío tranquilo dispuesto a sacarle las mejores cuentas al mundo: un partido del Madrid, primeros amores fugaces, goles desde el medio del campo como portero y sobre todo la risa. Además de una extraña forma de cumplir con brillantez en los apuros académicos cotidianos.
No dejaba de sorprenderme porque en la universidad seguía saliendo ileso de apuros que antes o después nos desgastaban al resto. Por aquel tiempo dejó destellos de lo que podría haber sido un nuevo grande. El suyo era el sello de gente como José María de la Casa o Jose Manuel del Toro. Puro sentido común que, generación tras generación, construye una sensación de que todo puede y a salir bien.
En la universidad exploró el mundo y le dio tiempo para entusiasmar a una chica de calendario a la que prefirió no destrozar el corazón. Él prefería otras mujeres. Todo o nada. Y el todo se estaba haciendo de rogar un poco. Hasta que apareció Carmen. Tardé un par de años en conocerla. Pero mereció la pena. Carmen es una de esas chicas que te hacen sentir cómodo casi desde el mismo momento en que la conoces. Simpática, atenta y con la timidez justa como para pensar en ella como alguien excepcionalmente agradable.
Hace ya dos semanas navegan juntos por toda Argentina, el país de los extremos donde pacen los mejores cuentistas del planeta. Tuve la suerte de asistir a su boda y sentirme como un personaje de Scott Ftgerald mientras sonaba jazz y probaba canapés de salmón. Casi me quedo en el techo mientras los amigos nos dejábamos llevar por la juerga y la camaradería en una serie de manteos de la que tampoco se libró el novio... La ocasión sirvió para hacerme moderadamente feliz mientras los veía ejerciendo de perfectos anfitriones, con esa armonía contagiosa. Felicidades, amigo.

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