viernes, octubre 19, 2007

17-0


Se supone que anteayer por la noche cambié un aquaruis por unas líneas. Se supone que yo ahora debería estar rebanándome los sesos por cincelar un par de páginas de cultura para el diario donde me pagan los vicios. Se supone también que esta botella tenía que estar en circulación desde el miércoles. Pero así son las cosas. El mecanismo de la memoria tiene sus propias reglas.
Esta noche asistiré a una cena. Allí me encontraré con un puñado de grandes amigos, gente que ha estado en las mareas y las celebraciones. Todo empezó hace diez años. Éramos tres chavales con ganas de revolucionar el mundo. Pero aquella tarde (todavía funcionaba la inercia del toque de queda) cogimos varias botellas de varios licores y nos plantamos en el mítico parque de Tribunal. Eran los cumpleaños de Davide y Fran. Su estreno en la mayoría de edad. El sol nos cegaba y nos dedicamos a rememorar anécdotas de fútbol, sexo y del instituto. Poco a poco empezamos a proyectar mejoras y curiosidades, la actividad por excelencia muchachesca.
Las estrategias competitivas de los genios de la NBA y alguna anécdota que ilustraba la grandeza de su carácter. Las bromas alrededor de los adultos que se encastillaban en su aburrimiento y paranoia. O la textura de los muslos de alguna ninfa de otras edades (nunca tuvimos suerte con la suerte de las de nuestra quinta). Seguro que más de la mitad de lo que evoco en este pergamino es pura invención. Lo que es seguro es el recuerdo de la piel: el efecto de la bebida relajando el cuerpo y la euforia llenando la cabeza. La convicción de ser indestructibles y la confianza de que podríamos cambiarlo todo. El calendario estaba lleno de playas y triunfos inminentes. Aquel día hasta nos animamos a bromear con algunos malotes del instituto mientras seguíamos con la ingesta suicida de ron, ginebra y whisky. Tres muchachos (Fran, Davide y este cronista) y un objetivo: vaciar cinco botellas. Cuando Nacho (señor Chete para los amigos, señor Kiwi si solo atendemos a su preferencia) llegó ya sólo veíamos a princesas pijas moviendo a velocidad imposible el caballito que adornaba sus furiosos pechos. El resultado era tan previsible como una rabieta de Shuster: acabamos desvariando. En el caso de Fran también echando la papilla, mientras se iniciaba en su facilidad para crear disparates memorables; a su lado, Comendatore, el hombre que con el paso del tiempo bebería más y mejor, probaba lo que luego serían avioncitos (dícese de la habilidad de Davide para desplegar las alas mientras ingiere alcohol sin piedad). Y nos reíamos. Quizá no fueron los mejores tiempos. Pero eran los nuestros. Y a la mínima los recordamos con añoranza. Después vinieron infinidad de aventuras, con más muchachos que en realidad siempre estuvieron ahí. Pero esa ya es otra historia (que por cierto ha documentado con gracia insuperable el tío Davide en una de las ventanas que tenéis a la izquierda, la de lo importante no es dormir). Esta tarde quería acercaros al mito fundacional del grupo. O dicho de otra forma: quería que entendieseis el significado de ese cántico de casi todas las noches: La-araraaralara-larararararararara 17-0, 17-0, DIEEECISIEETE OOOO.
El día que aprendimos a caer con estilo.

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