La primera vez que la vi estaba leyendo un libro de Herman Hesse. Bebía batido de fresa con el aire de una oficinista en apuros. Vivía la historia con toda dedicación. Decir eso de una alguien cuando tiene 16 años es decir mucho. Entonces estaba en Lisboa y no sabía que aquella belleza era la hija de uno de los escritores más famosos del planeta.
Pasó el tiempo. Me emborraché demasiadas veces. Y hasta tuve ocasión de perder el miedo. Incluso me gané una reputación como diseñador gráfico de una multinacional de telefonía móvil. Tiene gracia, detestaba aquellos aparatejos, precisamente por eso me resultaba tan fácil encontrar mensajes convincentes para historias impactantes. Niños desnutridos que se salvan a distancia. Mujeres dándose placer hasta colapsar el satélite. O una adolescente que era capaz de mantener despierto a su novio a través de un relato dosificado en 25 entregas. La vida me trataba con displicencia. Y eso, tratándose de mi, era mucho. Había conseguido apagar mi sed.
Bueno, al menos ya no me torturaba con sueños que nunca podría cumplir. Un mirador en Valpraíso era el único factible a estas alturas. Aún así, me encontraba moderadamente contento. Aquella tarde recibí un curioso encargo; al día siguiente tenía cita con Sophie Auster, una estrella del pop independiente que iba a anunciar diamantes.
No me podía sorprender. La chica pertenecía a esa categoría de hembras que son bendecidas sin descanso desde que están aquí. Guapa, talentosa, rica y sin los veinte todavía. En cuanto vi la foto, la reconocí. La misma expresión pero más sombría.
No sabía por qué. Tampoco era la primera ocasión en la que me ocurría algo así. Pero el movimiento de esa chica, sus gestos, se habían multiplicado en mi imaginación. Lo raro era que la hubiera visto una sola vez y hubiera pensado tantas veces en ella.
Algo eléctrico me recorrió el cuerpo esa noche. No funcionaron ninguno de los remedios habituales. Amanecí con la botella de ron vacía y cientos de fotos en el suelo. Fotografía el mundo si no eres capaz de fotografiar tu alma me dijo una vez un viejo explorador. En eso estaba.
Llegué diez minutos antes para que mi maldita costumbre de llegar tarde no pusiera de morros a la niña diamante. Dio igual. Ella ya estaba allí. Otra vez leyendo un libro. Una fugaz sonrisa, con los ojos un poco entornados, fue su saludo. Podía haber sido peor.
Sophie hablaba como calmando el mundo. Detrás de su aparente tranquilidad había un animal confinado en unos labios irrechazables.
–¿De dónde eres?
-De Buenos Aires. ¿Sabes dónde queda?
–¿Por quien me tomas?
El plato de lenguado estaba delicioso. En ese restaurante era siempre de primera. Así que me limité a disfrutar con sus caras de disimulo (no podía permitirse una sonrisa de pescado...).
–¿Qué sabes de mi?
-Que eres la hija de Paul Auster.
–Vaya, veo que eres perspicaz.
Reí.
-He leído el libro de relatos que sacaste el año pasado.
–¿Te gustó?
-Sí, son muy...Urbanos.
–Lo son, sonrío ella.
-Me gusta especialmente la historia del chico que no podía tocar a la gente.
-¿Por qué? No se, supongo que todos nos hemos sentido alguna vez así, como si no pudiéramos salir de la mazmorra. Y por muchos lujos que tengas dentro de ti, necesitas conectar con alguien. Aunque sea para odiarlo. –Veo que no se te mal lo de leer. ¿Y lo de mirar?
Pasó el tiempo. Me emborraché demasiadas veces. Y hasta tuve ocasión de perder el miedo. Incluso me gané una reputación como diseñador gráfico de una multinacional de telefonía móvil. Tiene gracia, detestaba aquellos aparatejos, precisamente por eso me resultaba tan fácil encontrar mensajes convincentes para historias impactantes. Niños desnutridos que se salvan a distancia. Mujeres dándose placer hasta colapsar el satélite. O una adolescente que era capaz de mantener despierto a su novio a través de un relato dosificado en 25 entregas. La vida me trataba con displicencia. Y eso, tratándose de mi, era mucho. Había conseguido apagar mi sed.
Bueno, al menos ya no me torturaba con sueños que nunca podría cumplir. Un mirador en Valpraíso era el único factible a estas alturas. Aún así, me encontraba moderadamente contento. Aquella tarde recibí un curioso encargo; al día siguiente tenía cita con Sophie Auster, una estrella del pop independiente que iba a anunciar diamantes.
No me podía sorprender. La chica pertenecía a esa categoría de hembras que son bendecidas sin descanso desde que están aquí. Guapa, talentosa, rica y sin los veinte todavía. En cuanto vi la foto, la reconocí. La misma expresión pero más sombría.
No sabía por qué. Tampoco era la primera ocasión en la que me ocurría algo así. Pero el movimiento de esa chica, sus gestos, se habían multiplicado en mi imaginación. Lo raro era que la hubiera visto una sola vez y hubiera pensado tantas veces en ella.
Algo eléctrico me recorrió el cuerpo esa noche. No funcionaron ninguno de los remedios habituales. Amanecí con la botella de ron vacía y cientos de fotos en el suelo. Fotografía el mundo si no eres capaz de fotografiar tu alma me dijo una vez un viejo explorador. En eso estaba.
Llegué diez minutos antes para que mi maldita costumbre de llegar tarde no pusiera de morros a la niña diamante. Dio igual. Ella ya estaba allí. Otra vez leyendo un libro. Una fugaz sonrisa, con los ojos un poco entornados, fue su saludo. Podía haber sido peor.
Sophie hablaba como calmando el mundo. Detrás de su aparente tranquilidad había un animal confinado en unos labios irrechazables.
–¿De dónde eres?
-De Buenos Aires. ¿Sabes dónde queda?
–¿Por quien me tomas?
El plato de lenguado estaba delicioso. En ese restaurante era siempre de primera. Así que me limité a disfrutar con sus caras de disimulo (no podía permitirse una sonrisa de pescado...).
–¿Qué sabes de mi?
-Que eres la hija de Paul Auster.
–Vaya, veo que eres perspicaz.
Reí.
-He leído el libro de relatos que sacaste el año pasado.
–¿Te gustó?
-Sí, son muy...Urbanos.
–Lo son, sonrío ella.
-Me gusta especialmente la historia del chico que no podía tocar a la gente.
-¿Por qué? No se, supongo que todos nos hemos sentido alguna vez así, como si no pudiéramos salir de la mazmorra. Y por muchos lujos que tengas dentro de ti, necesitas conectar con alguien. Aunque sea para odiarlo. –Veo que no se te mal lo de leer. ¿Y lo de mirar?
Hola, pasaba por aquí a saludar... Podría decir que yo también soy una chica ensimismada... tan ensimismada que a veces no me salen las cosas de dentro.
ResponderEliminarLa chica del salmón.