Inclinó la cabeza. Se concentró en una respiración suave. Un
caudal de quietud le recorrió por dentro. Su corazón se acompasó con el de su
adversario. Se situó en posición de rezo musulmán. Y empezó a musitar “uno es
todo, todo es uno”. Sintió una paz inmensa, producto de miles de meditaciones
anteriores. Empezó a vibrar de una manera suave y alegre.
Y se le cayó un lápiz del bolsillo. Ese lápiz había pintado
muchas palabras de gratitud, ese mismo lápiz con el que había dibujado cuentos
para sus sobrinos, apuntado las próximas
compras o dibujado las redondeces de su novia. Su corazón cantaba en
silencio. Ese lápiz con el que había hecho reír a sus padres y hermano también
estaba rezando desde hace tiempo. De una manera sencilla y concreta, como se
entonan las oraciones más auténticas.
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