(retrato de un hombre
que ordena mundos)
Cara de boxeador optimista,
sí, optimista
como aquel antiguo camarero
que apuraba el placer de su
chica entre
esculturas de jamón ibérico.
Sin dobleces, con cordialidad,
pero con claridad de emociones.
Como si su vida fuera uno de
esos lagos salvajemente saludables
del medio antártico argentino.
Su discurso sencillo mece a un tío
con la broma preparada para
cualquier contingencia.
Algunas de las miradas de su discurso
valen como partitura de un poema.
“Se tarda en apreciar los matices.
Admiro la forma más precisa posible
y encontraré la mejor combinación
que defina un sentimiento.
Comunico con un gesto.
Y todo se entiende.
Bueno, lo intento.
Me voy haciendo amigo del silencio.
Soy el que no pide explicaciones.
El que no pide explicaciones
Me gusta la verdad.
Y decir la verdad.
También la mirada de ella,
aunque pocas veces
diga la verdad.
¿Los intolerantes?
Prefiero ser más directo y
llamarles cabezas de odio.
Eso se entiende mejor.
¿Mi tarjeta?
Prefiero actualizarme con miedo a
quedarme tranquilo con mi defecto”.
Dicen que los hombres tranquilos
de mi cuidad no son una ensoñación
de un irlandés talentoso y bebedor.
El que yo conozco se llama Fernando.
Y es un tío inexplicablemente educado.
Y divertido.
Si quisiera, podría matarnos a todos.
Por suerte, los hombres tranquilos
de mi ciudad prefieren un par
de tragos secos y la calidez de su
mujer en el cuarto de vivir.
(Para Fernando,
amigo ingeniero
al que conocí un
martes de Lavapiés)
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