A principios del siglo XXI la sociedad estaba sedienta de vibración. La gente entregaba su vida al trabajo y la televisión con absoluta naturalidad. El resto del tiempo lo empleaban en colapsar su cerebro repitiendo agobios a propósito de una hipoteca que, en el mejor de los casos, les acompañaba de por vida. A mediados de la centuria, más de la mitad de la población española había cedido su piso al banco a cambio de no ir directamente al penal. En mitad de esa vida monolítica, llena de impulsos eléctricos (internet, móvil, microondas, almohada) y un estilo de vida básicamente sedentario, no tardaron mucho en normalizarse las enfermedades del sistema nervioso: entre las que se enmascaraban cientos de frustraciones, con el juego y el sexo como verdaderos apaciguadores de desesperación.
A su manera, la postmodernidad seguía adorando el poder y el dinero, como en cualquier otra época. La única diferencia estaba en la religión. En un mundo donde por fin el hedonismo había dejado de estar bajo sospecha, el fútbol se había entronizado como el mayor motivo de adoración para millones de personas. Un deporte, una religión, donde la salvación estaba al alcance de cualquiera: altos, flacos, atletas, artistas o ambiciosos. El único lugar del mundo donde la mayoría podía saborear espasmódicamente el sabor de la victoria, la complacencia o la autodestrucción”.
Tanto vacío programado a duras penas se veía interrumpido. En realidad, la salvación estaba dentro. Tan sólo había que mirar.
Una chica aplaza el cansancio con unas gafas de diseño. Deja caer el cuerpo en mitad de la pequeña pendiente que conduce a la piscina. Su ropa es holgada y mínima. Y trata al mundo con la condescendencia de una antigua princesa. Sin embargo, sus labios están llenos de expectación.
Pero es su olor, como de fruta despierta, lo que llena el cerebro de mareos. Es una sensación desagradable y placentera. Lo importante sucede por dentro. Ella lo sabe, para sorpresa del chico, responde en español y habla en francés. Su amiga es más bohemia pero también más aburrida. Ella prefiere la compañía de un libro que consume como el oxígeno, con ansiedad, antes de que el sol arruine su misterio. A veces merece la pena arruinarse. Sobre todo si tienes belleza para sentirte observada.
La mujer nada, la chica ríe, la mujer aparenta normalidad, la chica se atormenta, la mujer prueba coreografías abandonadas con la elegancia de sus piernas. Al final resulta que las sirenas tenían piernas. Y sonríen. Pero esas cosas no interesaban demasiado entonces.
A su manera, la postmodernidad seguía adorando el poder y el dinero, como en cualquier otra época. La única diferencia estaba en la religión. En un mundo donde por fin el hedonismo había dejado de estar bajo sospecha, el fútbol se había entronizado como el mayor motivo de adoración para millones de personas. Un deporte, una religión, donde la salvación estaba al alcance de cualquiera: altos, flacos, atletas, artistas o ambiciosos. El único lugar del mundo donde la mayoría podía saborear espasmódicamente el sabor de la victoria, la complacencia o la autodestrucción”.
Tanto vacío programado a duras penas se veía interrumpido. En realidad, la salvación estaba dentro. Tan sólo había que mirar.
Una chica aplaza el cansancio con unas gafas de diseño. Deja caer el cuerpo en mitad de la pequeña pendiente que conduce a la piscina. Su ropa es holgada y mínima. Y trata al mundo con la condescendencia de una antigua princesa. Sin embargo, sus labios están llenos de expectación.
Pero es su olor, como de fruta despierta, lo que llena el cerebro de mareos. Es una sensación desagradable y placentera. Lo importante sucede por dentro. Ella lo sabe, para sorpresa del chico, responde en español y habla en francés. Su amiga es más bohemia pero también más aburrida. Ella prefiere la compañía de un libro que consume como el oxígeno, con ansiedad, antes de que el sol arruine su misterio. A veces merece la pena arruinarse. Sobre todo si tienes belleza para sentirte observada.
La mujer nada, la chica ríe, la mujer aparenta normalidad, la chica se atormenta, la mujer prueba coreografías abandonadas con la elegancia de sus piernas. Al final resulta que las sirenas tenían piernas. Y sonríen. Pero esas cosas no interesaban demasiado entonces.
Bien, Peter bien.
ResponderEliminarTus textos denotan una notable evolución estilística, combinando acertadamente recursos narrativos y voluntad de experimentación, pero lo que sobresale con fuerza es tu elección de las fotografías. Sigue así, muchacho.
Sempronius
Gracias, Sempronius. Nunca te faltó honestidad así que seguiré navegando la cyerbelleza en busca de ninfas que te impulsen a leer estas aventuras. Por cierto, ¿para cuando tu relato abreviado sobre la larga noche del franquismo?
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