Haikus, liras, sonetos, submarinismo emocional...cine, series, baloncesto y algo de literatura; arrebatos y destellos para darle arraigo a la posibilidad. Lo mejor está por venir. A través de esa idea, vivo, disfruto y ordeno la realidad, que construimos juntos cada día :-). Un blog de Pedro Fernaud Quintana
sábado, julio 09, 2011
París: el arte, el hedonismo, los momentos
Lo primero que sorprende de París es su sofisticación. Los hombres visten con una mezcla de aviador y dandy y las mujeres no llevan corona porque les sobra movimiento y estilo. Existe un un indicador bastante fiable para medir la importancia de esta urbe en el imaginario colectivo. Se tratan de las películas sobre ovnis y catástrofes a escala planetaria. También de aquellas en las que Superman vuelve a salvar el mundo; en ellas acaba apareciendo el perfil de la ciudad de la luz, lo más parecido que hay a una tierra del buen gusto y el refinamiento.
En París es fácil sentirse inspirado. Mantienes diálogos con los antiguos propietarios del planeta, algunos de los mejores creadores dejaron en ella algún girón de su genialidad y el Senna es fluida materia para la meditación y la apertura mental. Su limitación es su ventaja: vive proyectada hacia el pasado. En ese sentido, no parece casualidad que Woody Allen haya cincelado su última película, Midnight in Paris, en los fascinantes brazos de esta musa (y mecenas) del arte occidental occidental en el último milenio.
El viaje ha sido un regalo de la Diosa Fortuna, que durante muchos años de mi vida adoptó la figura de mi tía Vicky, mi madrina; una mujer generosa, paciente y detallista que hizo de su familia el eje central de su existencia. Con ella todo era más interesante y el discurso de tu propia existencia adquiría un valor que sencillamente no tenías tiempo de calibrar en el curso diario de las cosas. Hace ya tres años que nos dejó. El caso es que mi tía nos dejó a sus hermanos y sobrinos una herencia que (tras mucho trabajo y pegamento familiar) ha desembocado en este viaje inolvidable en el que mi hermano y yo hemos tenido la suerte de contribuir a hacer realidad un viejo sueño de mi madre y mi tía Pacorra: visitar París.
Descendiendo al terreno de lo concreto, empezaremos por una obviedad: París es muy caro. Es importante tenerlo en cuenta. Pero a base de besarle la piel en forma de caminatas que convierten a los peregrinos en unos aficionados, hemos podido sacarle el jugo cultural y disfrutar con la belleza de sus rincones y el alcance de sus construcciones y monumentos. En un guiño de complicidad a mi amigo Carlos, amante irredento de las libretas moleskine, el viaje quedó documentado en una de esos pequeños bloc de notas en los que tipos como Hemingway, Picasso o Matisse esbozaban los primeros esquemas de su maestría.
De esta ciudad, me ha cautivado la manera tan festiva en la que apuran las tardes y las noches en terrazas muy parecidas a una primera línea de playa. No tengo (casi) idea de francés pero el lenguaje corporal y las palabras sueltas que mi cabeza descifra me permiten aventurar que los parisinos son apasionados y excelentes conversadores.
Los dos amigos que he tenido de esa latitud me confirman la impresión. Viven, beben y besan preferiblemente a través de una copa de vino o de una jarra bien fría de cerveza. Hay algo llamativo en su manera de comer (se folla como se yanta decían); apasionada y decidida, con un orgullo insufrible (algunos de los galos son campeones mundiales de la bordería) y una estampa que es una ironía dramática para los dioses helenos que alguna vez veneraron.
Bellos normandos devoran la vida con la pasión de los mediterráneos. Elegancia y visceralidad; algo de esa clase depurada se trasluce en su Museo de Orsay, el museo más recomendable de la ciudad. El Louvre tiene el prestigio, pero es esta pinacoteca consagrada a la modernidad la que mejor se adapta a nuestro asombro; porque su diversidad de enfoques y temas es la que de verdad causa conmoción en nuestra identidad de aprendices del misterio. Como reflejo de lo que viene en los próximos días, esta reflexión viene ilustrada por ‘Olympia’, una de las obras maestras de Manet, el pintor definido en la antigua estación de trenes como ‘El hombre que inventó la modernidad’.
¿Y qué es la modernidad? Unos momentos de libertad. La noche bien entrada. Una habitación que se cae a trozos, pero un espíritu encendido por la emoción de estar estrenando una nueva forma de comprendernos. La dama más bonita de tu ambiente, inconformista y atrevida, te mira directamente, con algo de pudor, pero con mucha emoción y el presentimiento de que su sensualidad es una de las llaves para abrir conciencias, inspirar y, por encima de circunstancias, obtener un rasgo de universalidad: la respiración que precede al espectáculo de la belleza.
(La tontería, como podéis apreciar, también tocaba a nuestros anteriores. Olympia (o su retratista) quería mostrar que tenía poder –la dignidad de su sirvienta pone a cada una en su sitio con el paso de los siglos- y admiradores-flores-. Algunas cosas no merecen subrayado..).
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