lunes, marzo 01, 2010

Charlie, la leyenda continúa


Cada uno de nosotros tiene unas primeras amistades que le caracterizan. O que le marcan. En mi caso, cuento el privilegio de conservar un amigo desde la prehistoria de mi biografía. Se llama Carlos Sánchez Blas y hoy día hace vibrar a la gente que ama el deporte en la región de Madrid. Lo hace en la radio autonómica, donde vuelve locos a sus oyentes con narraciones de basket y fútbol, trenzadas con elegancia y el sabor de las grandes emociones. Eso sí, sin perder de vista el humor con el que consigue que sus relatos lleguen a toda clase de públicos.

En la vida, eliges, te eligen, pasan cosas por el camino. Algunas no son fáciles de explicar. El caso es que después de mi primer año en el colegio, un niño de pelo revoltoso y verdaderamente popular en la clase se me acercó. Y me dio una invitación para su cumpleaños.

¿Y esto?, gracias pero casi no nos conocemos…
Ya, pero es que me has caído bien.
Vaya, pues gracias. Allí estaré.

Entretanto, la madre del pequeño Charlie, Mari Trini, sonreía con la satisfacción de quien sabe, intuye que su pequeño es un ser lleno de luz y carisma. Algunos años después, esa mamá adorable nos llevaba sanos y cómodos a casa después de los entrenamientos de baloncesto. O nos acompañaba-guiaba en viajes adolescentes a lugares tan históricos como la Salamanca de los aficionados merengues, donde vislumbramos por primera vez el potencial que tenía el deporte como aglutinador social y también como canela para hacer más interesante un fin de semana cualquiera.

Charlie tuvo desde el principio la lucidez de los pioneros. También la determinación y la energía apropiadas para convertir sus sueños en realidad, madrugón a madrugón. Como cuando en el instituto desafiaba los apriorismos y encontraba tiempo donde no lo había para regar su expediente acdémico de sobresalientes y notables.

Ya entonces, despuntaba como un comunicador único. Había conservado su facilidad para ganarse de la simpatía de sus compañeros y le había agregado buenas dosis de humor, irreverencia y criterio para explicar la realidad y explicarse a sí mismo. Por suerte, nuestra amistad sobrevivió a esa época tan convulsa y cambiante.

Lo cierto es que no nos faltaban pasiones comunes: chicas, periodismo, las fiestas y el baloncesto, por mencionar las más recurrentes. Jugábamos juntos en el equipo del colegio, donde poco a poco se convirtió en un jugador total: pasaba, reboteaba, botaba, anotaba. No necesariamente en ese orden, Charlie era nuestro Kobe cuando Kobe todavía no sabía lo grande que iba a ser.

Con una diferencia sustancial: Charlie hacía mejores a sus compañeros, no nos intimidaba. En todo caso, nos contagiaba su hambre de victorias y por el camino creaba algo parecido a la fascinación cuando gobernaba los partidos con dos o tres bigardos colgados de su chepa. Por el camino, yo pasé de ser un ala pívot resultón (digamos que tenía instinto para el rebote) a un versátil algo desubicado y (claramente) carente de centímetros, pero que conservaba en su interior el fuego competitivo (supongo que por eso todavía hoy día, media vida después, sigo soñando con esos partidos a muerte contra otros colegios).

Después de todo, ganamos algunas copas y alguna medalla (ésa ya es otra historia). Lo hicimos a fuerza de crear un vínculo de equipo y compromiso. Junto con Jorge creo que fuimos los tres más fieles a la canasta durante una década larga, con algunas anécdotas memorables, de despistes y pequeñas lesiones que nunca parecían curarse.

A finales del colegio, empezamos a flirtear con la radio. Grabamos algunos programas descacharrantes, donde canalizábamos nuestra habilidad para el absurdo y las risas. Simulábamos carrusales deportivos (inolvidable el talento de Jaime para imitar a Oliveros o Gallego), inventábamos spots políticamente incorrectos y disfrutábamos del sabor de los embutidos que nos preparaba Mari Trini en esa inolvidable mesita de madera de nogal, donde nos hartábamos de pegarle bandazos a la radio, que siempre nos daba su consentimiento para una toma más.

El caso es que aterrizamos en la universidad y Charlie seguía siendo un referente. Galvanizó a todos sus amigos periodistas en torno a un programa de deportes en Radio Miraflores. Allí tuve oportunidad de encontrar a otro gran amigo. Y nos asombramos juntos al comprobar que con trabajo, dedicación y un punto de espontaneidad se podían hacer cosas bastantes decentes, mientras encontrábamos a gente interesante que compartía buena parte de nuestras inquietudes.

Charlie es un amigo que siempre estuvo ahí cuando las cosas se torcieron. Puede que con el paso del tiempo hayamos perdido química como colegas (es inevitable, todos cambiamos). Puede también que este retrato me haya salido idealizado, pero es inevitable: durante mucho tiempo Charlie no sólo ha sido un amigo, sino un maestro espontáneo: con su temeraria apuesta por hacer siempre (o casi) lo correcto.

Mi amigo ha entregado buena parte de su vida al trabajo, hasta el punto de poder decir que trabaja en lo que ama. No todos pueden decir lo mismo, pero en su caso es más que merecido. Durante la universidad se olvidó de las vacaciones. Al tercer año de haberse dejado las antenas en inagotables viajes a Miraflores, se presentó a las pruebas de Onda Madrid y pasó por la derecha a todos los aspirantes. Sin enchufes. Sólo con su determinación y talento como bandera.

Por el camino, el aura de este rockero del deporte, que se apasiona con bandas como Pereza, que es elegante y gamberro, mujeriego y comprometido, imprevisible y ordenado, se ha ganado una sólida reputación como reportero y buena persona. Cuando no teníamos edad para saberlo, me confió un secreto que él hacía real jornada a jornada: “Peter, los pequeños detalles son los que marcan la diferencia”.

Su vida, su forma de trabajar, están consagrados a esa manera de entender los días. Por eso sus programas están tan bien hilvanados y hace las preguntas apropiadas (con una rara mezcla de atrevimiento e inteligencia) para desvelar la esencia de la gente que pasa por sus micrófonos. Cuando le he pedido un cable para que me ayudara con algunas mis locuras periodísticas (Otoño de la Certezas, prólogo de Arrebatos y Destellos, Espejo Doble, American Basket, fiebrebaloncesto.com) siempre he obtenido la misma respuesta: sí claro, machote, cuenta con ello.

No es la consecuencia de que sea un fanático del trabajo (condición que ayuda), es sobre todo su generosidad, otro rasgo de su carácter que conviene subrayar en estas líneas de agradecimiento que se vienen gestando desde hace mucho tiempo.

Es lo que tienen los fueras de serie. Charlie pertenece a esa especie, un tipo que hace de hombre orquesta en su radio (hasta ahí puedo leer), que busca tiempo donde no lo tiene para seguir venerando a su familia (con su generosa madre al frente), cultivando las amistades de siempre y alguna nueva, además de que sigue disfrutando de la compañía de bellas mujeres que antes o después acaban estando en su compañía.

Qué le vamos a hacer, el chico es un rompecorazones. Por suerte, ahora está felizmente ennoviado. Ahora que la gente de Telemadrid lo solicita con creciente delectación para sus tertulias deportivas de los domingos, el hombre se encoge de hombros y se pone un traje entre irónico e informado, entre arrogante y divertido, para hacer más interesantes los fines de semana.

Pero si me tengo que quedar con un par de escenas de mi amigo, escojo dos. La primera, aquel año en el que íbamos a salir de fiesta en nochevieja. Tendríamos catorce años, bromeábamos probando con el traje con el que queríamos pasarlo en grande y hacer nuestro primer asalto al universo. En realidad, no recuerdo muy bien qué pasó. Pero nos moríamos de risa.

Lo mismo que pocos años después, cuando en una semana blanca llorábamos de risa viendo jugar al futbolín a un amigo afecto a los tics faciales. Risas un poco inexplicables. Pero es lo que tiene este tío, que tiene el don de la alegría. Que tiene aura, como dicen los amigos. Y ahora que las cosas parecen irle fetén, con espuma creciente en el trabajo (ese ascensor social) y felicidad en varios ámbitos, quería enviarle un cromo para decirle que su armonía es de ley, y que la siga cultivando día a día. Machote, tu felicidad es una de las mejores canciones para seguir echando bailes en este viaje increíble que nos ha tocado vivir.

3 comentarios:

  1. Anónimo9:05 p. m.

    Muchísimas gracias, Peter! Me has emocionado y abrumado, yo no merezco ni la décima parte de eso... La frase final ya la he metido en mi gran mochila de ilusiones. Eres un grande!

    Un abrazo, hermano!

    ResponderEliminar
  2. Lo que voy a escribir es importante, tanto que me he abierto la cuenta en gmail.
    Blas no es el comodín de la radio, es la radio (hasta ahí puedo leer).
    kamchatka

    ResponderEliminar
  3. Muchísimas de nadas, Charlie. Sí que te lo mereces...Me alegro de que te haya gustado el retrato a carboncillo, lo he escrito today del tirón y supongo, como señalo en el texto, que eso quiere decir que inconscientemente lo llevaba gestando desde hace tiempo ;-)

    Un abrazo, hermano!

    Kamchatka, un lujo que te hayas animado a dejar tu firma aquí. Grazie. Celebro tu frase de que "Blas es la radio", porque demuestra que el protagonista del cromo merece los elogios también en lo relacionado con su trabajo.

    ResponderEliminar