Si alguna vez tengo un hijo, me gustaría que tuviera una cualidad bien desarrollada: confianza en sí mismo. Mucha confianza. En realidad, no sé si es una cualidad, porque este rasgo en cantidades generosas conforma el carácter de estúpidos profesionales. Pero también hace salir hacia delante a algunas de esas personas que la sociedad acaba reconociendo como triunfadores. Gente que más allá de esa pomposa etiqueta pueden reconocerse orgullosos por el camino recorrido.
En esa categoría incluyo a Pau Gasol. Un espigado atleta que durante la mayor parte del año vive en Los Ángeles, se pasa las semanas viajando, conoce el sabor del triunfo, baila, no baila, con chicas rubias que le abordan en mitad de una discoteca y ha sentido durante casi una década el largo ascensor emocional que tiene que fabricarse un inmigrante.
Memphis: afirmación personal y ambiente deprimente
El año pasado Pau vivió una mezcla muy rara de sensaciones. Vivía una pesadilla en Memphis. No sólo porque su equipo ganara menos partidos que los Blue Devils, sino porque (eso era lo peor) a la mayoría de sus compañeros esa mediocridad se la sudaba. Buena parte de sus compañeros habitaban en la apatía y el egoísmo.
No digo que una parte importante de nosotros no viva con una actitud parecida, pero los deportistas profesionales son un espejo. Lo más parecido que tenemos a un héroe. Y, de repente, empezó un sueño en los Angeles, donde contribuyó de manera decisiva a que su franquicia pisara unas finales que hacía un lustro largo que ni olía. Eso sí, se quedó con la amargura de perder con cierta nitidez ante Garnett, Pierce y compañía.
Las críticas como arco de superación
En Memphis aprendió bien el inglés, ganó un pastón y se labró un prestigio como jugador. Uno notable. No súper, ya saben, si hubiera sido así hubiera llevado a su equipo hasta las orillas de, por lo menos, la final de conferencia. Fue casi un decenio de autoafirmación, éxito personal, dudas y frustración. También tuvo tiempo para conocerse a sí mismo. Lo suficiente para saber que no era refractario a las críticas.
Lejos de eso, éstas le motivaban a seguir superándose. Por eso no me ha extrañado que este año haya protagonizado su mejor temporada como profesional y haya guiado a los Lakers a su decimoquinto anillo (décimo para el tío Phil, cuarto para Kobe). Lo ha hecho de manera silenciosa. Como perfecto contrapunto a la arrogancia superlativa de Kobe, cuyo talento para conciliar belleza y eficacia individual es inversamente proporcional para generar recelos, cuando no antipatía, en buena parte del público.
Vibración en el público, privilegio para los escogidos
A fin de cuentas, Kobe persigue un imposible. Generar vibración en el público. Una emoción de estar fundido con él, de hacerle participe de la magia de una victoria, una genialidad. Sensaciones que sólo se logran desde una vocación panorámica y solidaria; el sello de gente como Magic, Bird, Corbalán, Kukoc o Sabonis.
Pau es de otra pasta. Un superclase con la selección, mezcla adecuada de liderazgo, generosidad y jerarquía en la pintura. En la NBA congenia con Kobe porque es un líder silencioso. Y contagioso. Hasta ahora, dejaba huella por su tiro de cuatro o cinco metros. Sus buenos movimientos en la pintura. Y su destreza en el pase. Pero le faltaba algo. Llámalo rabia, mala hostia. Intimidación de macho alfa.
Dicen que el señor Jackson (tío Phil para los davidianos) se ha dejado la garganta buscando ese algo. Pau ruge. Pau no te escondas. Pau me cago en tu puta madre, vas a darle la razón a esos juntaletras que dicen que eres una nenaza.
Rabia que crece paralela al trabajo
La rabia de Pau crecía paralela a su trabajo en el gimnasio. Él, que de adolescente era alérgico a las pesas, ha metido un cuerpo de Hulk en sus fibras de 215 centímetros. Gasol se ha pasado media temporada rumiando la humillación que pasó la temporada pasada, cuando llegó casi sin pilas a la final y fue subyugado por Garnett.
Ha ganado en actitud y carácter. Aquí no me tose ni Dios y daré ejemplo desde el trabajo. Por eso ha secado a sus pares. Por eso ha obtenido la capitulación de Superman Howad en la gran final de la NBA. Gracias a ese instinto de superación se ha ganado el respeto de toda liga y el derecho a decir que ha sido una piedra angular en el nuevo éxito angelino (ya están a sólo dos piezas de mis viejos Celtics, el equipo más condecorado de la liga).
Fuerza interior o instinto de superación
Una vez le escuché a Jorge Garbajosa decir que lo que de verdad diferenciaba a Pau de la mayoría de los jugadores era su fuerza interior. Esa férrea determinación para progresar, una convicción a veces enfermiza por mejorar. Como persona, me quedo con sus visitas a los campamentos de las ONGs con las que colabora, donde los cooperantes alucinan su sincero interés por conocer la situación de esas gentes y ayudarles en la medida de sus posibilidades.
Como jugador, me quedo con ese tatuaje invisible que lleva en su torso: Posible is everything. More ore less, man, tampoco queremos perder el sentido del humor ni de la humildad que a hecho de este chaval de Sant Boi uno de los deportistas más admirados del planeta. Enhorabuena, Pau.
En esa categoría incluyo a Pau Gasol. Un espigado atleta que durante la mayor parte del año vive en Los Ángeles, se pasa las semanas viajando, conoce el sabor del triunfo, baila, no baila, con chicas rubias que le abordan en mitad de una discoteca y ha sentido durante casi una década el largo ascensor emocional que tiene que fabricarse un inmigrante.
Memphis: afirmación personal y ambiente deprimente
El año pasado Pau vivió una mezcla muy rara de sensaciones. Vivía una pesadilla en Memphis. No sólo porque su equipo ganara menos partidos que los Blue Devils, sino porque (eso era lo peor) a la mayoría de sus compañeros esa mediocridad se la sudaba. Buena parte de sus compañeros habitaban en la apatía y el egoísmo.
No digo que una parte importante de nosotros no viva con una actitud parecida, pero los deportistas profesionales son un espejo. Lo más parecido que tenemos a un héroe. Y, de repente, empezó un sueño en los Angeles, donde contribuyó de manera decisiva a que su franquicia pisara unas finales que hacía un lustro largo que ni olía. Eso sí, se quedó con la amargura de perder con cierta nitidez ante Garnett, Pierce y compañía.
Las críticas como arco de superación
En Memphis aprendió bien el inglés, ganó un pastón y se labró un prestigio como jugador. Uno notable. No súper, ya saben, si hubiera sido así hubiera llevado a su equipo hasta las orillas de, por lo menos, la final de conferencia. Fue casi un decenio de autoafirmación, éxito personal, dudas y frustración. También tuvo tiempo para conocerse a sí mismo. Lo suficiente para saber que no era refractario a las críticas.
Lejos de eso, éstas le motivaban a seguir superándose. Por eso no me ha extrañado que este año haya protagonizado su mejor temporada como profesional y haya guiado a los Lakers a su decimoquinto anillo (décimo para el tío Phil, cuarto para Kobe). Lo ha hecho de manera silenciosa. Como perfecto contrapunto a la arrogancia superlativa de Kobe, cuyo talento para conciliar belleza y eficacia individual es inversamente proporcional para generar recelos, cuando no antipatía, en buena parte del público.
Vibración en el público, privilegio para los escogidos
A fin de cuentas, Kobe persigue un imposible. Generar vibración en el público. Una emoción de estar fundido con él, de hacerle participe de la magia de una victoria, una genialidad. Sensaciones que sólo se logran desde una vocación panorámica y solidaria; el sello de gente como Magic, Bird, Corbalán, Kukoc o Sabonis.
Pau es de otra pasta. Un superclase con la selección, mezcla adecuada de liderazgo, generosidad y jerarquía en la pintura. En la NBA congenia con Kobe porque es un líder silencioso. Y contagioso. Hasta ahora, dejaba huella por su tiro de cuatro o cinco metros. Sus buenos movimientos en la pintura. Y su destreza en el pase. Pero le faltaba algo. Llámalo rabia, mala hostia. Intimidación de macho alfa.
Dicen que el señor Jackson (tío Phil para los davidianos) se ha dejado la garganta buscando ese algo. Pau ruge. Pau no te escondas. Pau me cago en tu puta madre, vas a darle la razón a esos juntaletras que dicen que eres una nenaza.
Rabia que crece paralela al trabajo
La rabia de Pau crecía paralela a su trabajo en el gimnasio. Él, que de adolescente era alérgico a las pesas, ha metido un cuerpo de Hulk en sus fibras de 215 centímetros. Gasol se ha pasado media temporada rumiando la humillación que pasó la temporada pasada, cuando llegó casi sin pilas a la final y fue subyugado por Garnett.
Ha ganado en actitud y carácter. Aquí no me tose ni Dios y daré ejemplo desde el trabajo. Por eso ha secado a sus pares. Por eso ha obtenido la capitulación de Superman Howad en la gran final de la NBA. Gracias a ese instinto de superación se ha ganado el respeto de toda liga y el derecho a decir que ha sido una piedra angular en el nuevo éxito angelino (ya están a sólo dos piezas de mis viejos Celtics, el equipo más condecorado de la liga).
Fuerza interior o instinto de superación
Una vez le escuché a Jorge Garbajosa decir que lo que de verdad diferenciaba a Pau de la mayoría de los jugadores era su fuerza interior. Esa férrea determinación para progresar, una convicción a veces enfermiza por mejorar. Como persona, me quedo con sus visitas a los campamentos de las ONGs con las que colabora, donde los cooperantes alucinan su sincero interés por conocer la situación de esas gentes y ayudarles en la medida de sus posibilidades.
Como jugador, me quedo con ese tatuaje invisible que lleva en su torso: Posible is everything. More ore less, man, tampoco queremos perder el sentido del humor ni de la humildad que a hecho de este chaval de Sant Boi uno de los deportistas más admirados del planeta. Enhorabuena, Pau.
Peeeeeeeeeeeeeeeete ¿quién iba a pensar que Gaysol llegaría tan lejos? Tú y yo lo sabíamos ... más tú que yo, todo hay que decirlo.
ResponderEliminar1 abrazo
Davideeeeee, celebro que celebres la consagración de Gaysol al frente a tus amados Lakers. Sí, gracias por señalarlo, siempre creí en este chico.
ResponderEliminarQuizá porque pensé que Fernando Martín se sentiría orgullloso de él. Tal vez porque le veía tan convencido de sus posibilidades que te contagiaba su seguridad.
Un abrazo