Con estas palabras, gastados y sugerentes, una tímida marinera del océano virtual califica la odisea de dos vaqueros que centran sus pensamientos y existencias en un ferrocarril. El tren sale a las 3.10 y marcha destino a Yuma.
Vamos a deshacer la memoria. Uno de ellos se podría llamar Jonatan. Es honesto y cabal. Tiene una esposa que se parece a una mujer que una vez, una sola (vez), encontré en la Fuente Labrada. Es rubia, serena y abnegada, con esa elegancia marchamo de las mujeres que han nacido para preservar este mundo. Jonatan es Cristian Bale un tipo que tiene un pacto con el lado sombrío y cuyos pómulos manejan un lenguaje propio.
Al otro lado de la charca, campa Dylan. Un forajido con un alto sentido del honor que no duda en ser piadoso con sus enemigos mientras pulveriza los sesos del primero de los suyos que comete una cagada. Dylan es Russel Crove, ese australino talentoso y violento que en su día lo dio todo por tirarse a la antigua adolescente de Alcobendas.
¿Por qué El tren de las tres y diez ha pasado a convertirse en la medalla de plata de mis preferencias en cine? Porque tiene ritmo, es divertida y original. Porque indaga sin correcciones en la ceniza del alma humana. Porque en ella malvive un bueno con el cuerpo y el alma tullida. Porque en ella surge un malo con el corazón doblado, escindido entre su instinto de supervivencia y un interesante muestrario de gestos honrosos hacia el género femenino y la gente con agallas.
Todos, en algún momento de nuestra existencia, nos hemos creído mejores de lo que éramos. Y todos también hemos terminado en alguna ocasión en ese desfiladero en el que nos pensábamos peores de lo que realmente éramos. Esa contradicción alimenta nuestro corazón de animales hambrientos de felicidad.
Por eso me gusta esta historia. Porque encuentras en ella metafísica de aguardiente. También aventura, un cierto toque de comedia y algo de sofisticación en algunos de sus diálogos. Y la mística del salvaje oeste sembrando de incertidumbre la vida de su gente. Dan (Cristian Bale) ha perdido la dignidad en algún momento del camino. ¿Les suena? Ni siquiera los cojones que le echó cuando quedó lisiado en la maldita guerra, le han valido para vivir decentemente de su granja. Y lo que es peor, ha perdido el respeto de su hijo adolescente, William, obsesionado con historias de legendarios forajidos. Por no hablar de cómo su compañera de viaje empieza a dudar de su capacidad resolutiva para sacar adelante a la familia.
Enfrente, Dylan saquea diligencias, ríe como una hiena y habla como un senador, mientras encama a la camarera más apetecible del pueblo. Pero en esta partida, como en tantas otras, no conviene bajar la guardia. Así pues, Dan (o Jonatan, as you prefer) y Dylan están amarrados a la puerta de una duna. Cantan, beben, se odian y admiran secretamente mientras el miedo hace su trabajo y les deja, cara a cara, enfrentados a su destino.
Esta película me gusta porque esté hecho de vértigo, tiros, confusión, absurdo y muerte. Pero me fascina porque ofrece honor, peligro, entereza y determinación. Una combinación que, de lograrla, algún día nos podría meter en un buen sueño.
Ostia!!!
ResponderEliminar¿A quien conociste en Fuente Labrada???
Bribón!!!!
Ejem, si explico más de la cuenta se pierde la magia del misterio...Este domingo despega nuestro Fuenla, seguro que el pabellón estará abarrotado y viviremos una mañana vibrante.
ResponderEliminarUn abrazo