La chica está nerviosa. Puede desmayarse en cualquier momento. El murmullo es una ola a punto de romper. Y por momentos me convierto en un rapero o en un velocista que mira desafiante a la cámara. Pero no, aquí estamos hablando de una experiencia más parecida a un largo mantra donde debo afrontar mi tendinitis mental, esa que a veces me hace resistente al miedo y otras me enjaula.
Cuando quiero darme cuenta, la música me envuelve. Con ella y este frío mi cuerpo está preparado para temblar y también para probar nuevos límites. ¿Qué diablos es eso? Pantalones, cariño, son pantalones. Y sudaderas. Montañas de camisetas, bufandas y pantalones. Es un sueño, imagino a decenas de mujeres semidesnudas fumando al lado de un inmenso lodazal. Joder, que casi me sacan un ojo. La gente ha enloquecido. A la chica han terminado por sacárselo (el ojo). Temo acabar sepultado por todos estos kilos de ropa. La situación lleva melancolía. Pienso en nuestros abuelos. Esa gente que hacía largas colas para conseguir algo de comida. O que dormía envueltos oscuridad y frío. Bueno, supongo que no hay que ponerse tan dramáticos. Ellos serían los primeros en reírse de alivio si supieran que en el lugar donde ellos sobrevivieron la gente acabaría pegando brincos al ritmo de unos irlandeses futuristas.
He estado a punto de no empezar. Durante el entrenamiento ya estaba cansado. Pero ahora voy bien. Me pica un pezón. No es coña. Pero por encima de todo estoy contento. Estoy suave. Me gusta estar. También recibir el cariño de la gente. Mis rodillas rugen. Soy un tío con propensión a la derecha. No te asustes. Mi cuerpo se tuerce hacia ese lado. Pero lo estoy arreglando: dormir mirando las estrellas.
Recorremos las calles de los ricos céntricos. La gente se vuelca. Es simpática. Lanza piropos. Aunque lo más divertido es chocar las manos con los enanos a un lado del río. Cinco kilómetros, puede que ahora me desmaye. Me comunico por señas. Estoy gobernando mi cansancio. Alegre. La chica lo está aún más. Y mi amigo Rulo, el verdadero instigador de esta locura, cabalga con un entusiasmo contagioso. Es un gamo. Podría dejarnos tumbados, pero prefiere olvidarse de todos los pequeños esfuerzos de Asturias, Santander o León y disfrutar del momento. Disfrutar de las carantoñas de las cuarentonas, fascinarse con las luces del Prado o hacerse el muerto en plena subida para insuflar ánimos a su viejo camarada. Así las cosas, continúo por todas esas mujeres (ellas animan más, quizá por madres, tal vez por luchadoras). Robamos amapolas a las compradoras compulsivas de la Castellana. Y hago mi primer avioncito de la noche con la Puerta de Alcalá tentándome con un dulce abandono.
Pero resisto. Y contrariamente a lo que esperaba Vallecas y su gente es la zona yerma de ánimos. En la cuesta penúltima, la mitad de los vagones de descarrilan, pero cuando sabes que algo llega se te dobla la energía y empiezo a silbar. Planeo inspirado por un viento silencioso. Cuando me quiero dar cuenta, galante Rulo espera a la chica, para que ella (50 años, mamá de rockero, mujer exigente) se una a nuestra reverencia final a la madre de todas las San Silvestres. Un par de horas más tarde tendré agujetas hasta en la barriga, pero ahora que bebo agua, me siento como un gladiador que ha recuperado el sabor de la cerveza. Serán los efluvios de la hazaña (10 kilómetros sin entrenamientos ni aditivos). Una hazaña de andar por casa. Pero una hazaña.
Cuando quiero darme cuenta, la música me envuelve. Con ella y este frío mi cuerpo está preparado para temblar y también para probar nuevos límites. ¿Qué diablos es eso? Pantalones, cariño, son pantalones. Y sudaderas. Montañas de camisetas, bufandas y pantalones. Es un sueño, imagino a decenas de mujeres semidesnudas fumando al lado de un inmenso lodazal. Joder, que casi me sacan un ojo. La gente ha enloquecido. A la chica han terminado por sacárselo (el ojo). Temo acabar sepultado por todos estos kilos de ropa. La situación lleva melancolía. Pienso en nuestros abuelos. Esa gente que hacía largas colas para conseguir algo de comida. O que dormía envueltos oscuridad y frío. Bueno, supongo que no hay que ponerse tan dramáticos. Ellos serían los primeros en reírse de alivio si supieran que en el lugar donde ellos sobrevivieron la gente acabaría pegando brincos al ritmo de unos irlandeses futuristas.
He estado a punto de no empezar. Durante el entrenamiento ya estaba cansado. Pero ahora voy bien. Me pica un pezón. No es coña. Pero por encima de todo estoy contento. Estoy suave. Me gusta estar. También recibir el cariño de la gente. Mis rodillas rugen. Soy un tío con propensión a la derecha. No te asustes. Mi cuerpo se tuerce hacia ese lado. Pero lo estoy arreglando: dormir mirando las estrellas.
Recorremos las calles de los ricos céntricos. La gente se vuelca. Es simpática. Lanza piropos. Aunque lo más divertido es chocar las manos con los enanos a un lado del río. Cinco kilómetros, puede que ahora me desmaye. Me comunico por señas. Estoy gobernando mi cansancio. Alegre. La chica lo está aún más. Y mi amigo Rulo, el verdadero instigador de esta locura, cabalga con un entusiasmo contagioso. Es un gamo. Podría dejarnos tumbados, pero prefiere olvidarse de todos los pequeños esfuerzos de Asturias, Santander o León y disfrutar del momento. Disfrutar de las carantoñas de las cuarentonas, fascinarse con las luces del Prado o hacerse el muerto en plena subida para insuflar ánimos a su viejo camarada. Así las cosas, continúo por todas esas mujeres (ellas animan más, quizá por madres, tal vez por luchadoras). Robamos amapolas a las compradoras compulsivas de la Castellana. Y hago mi primer avioncito de la noche con la Puerta de Alcalá tentándome con un dulce abandono.
Pero resisto. Y contrariamente a lo que esperaba Vallecas y su gente es la zona yerma de ánimos. En la cuesta penúltima, la mitad de los vagones de descarrilan, pero cuando sabes que algo llega se te dobla la energía y empiezo a silbar. Planeo inspirado por un viento silencioso. Cuando me quiero dar cuenta, galante Rulo espera a la chica, para que ella (50 años, mamá de rockero, mujer exigente) se una a nuestra reverencia final a la madre de todas las San Silvestres. Un par de horas más tarde tendré agujetas hasta en la barriga, pero ahora que bebo agua, me siento como un gladiador que ha recuperado el sabor de la cerveza. Serán los efluvios de la hazaña (10 kilómetros sin entrenamientos ni aditivos). Una hazaña de andar por casa. Pero una hazaña.
Mi nombre es Andreas y también participé en el evento. Sé que era una carrera, pero prefiero llamarla evento, tú sabes mejor que nadie por qué. Lo describes muy bien, sitúas al lector en una noche de alegría y resistencia, de dudas y frenesí. Creo que un amigo común me ha hecho protagonizar un relato inspirado en otra carrera que corrí hace tiempo y en la que también, por unos instantes, me sentí aprendiz de héroe. Felicidades por el éxito deportivo y literario. Por cierto, ¿te fijaste en la piba rubia que repartía besos bajo la puerta de Alcalá?
ResponderEliminarAdmirables, todos vosotros, ahí, coorriendo, sudando, helados..., cuánta voluntad para acabar el año y yo acurrucaíta esperando las uvas. Que sea el comienzo feliz de tu 2008.
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