Podría ponerme melancólico y relatar los amaneceres porteños desgastados con mis zapatillas azules, hoy día al borde del desahucio. Pero prefiero señalar uno de esos libros que te enseñan a escribir (vivir) mejor. ¿Y qué significa mejor? En este caso: la palabra precisa descolgándose sin miedo por todos los ambientes, desde el fútbol a la barriada más desfavorecida. Pasando por el mundo del boxeo, la alta política y las bajas pasiones del espectáculo que lo engrandecen en la misma manera que le restan misterio. En este caso significa escribir sencillo y brillante, concreto y divertido, siempre con la ironía (y ternura) a punto para llenarlo todo de surrealismo, encanto y memoria. Con una sintaxis recia, que entretiene y desparrama inteligencia en la conciencia del lector.
No todo son caramelos. También hay una buena dosis de sarcasmo. Pero eso lo hace todo más real y carismático.
Sucedió a mediados de los sesenta. Un tipo que se hacía llamar Martín Girard se pateaba de esquina a cumbre la Barcelona de entonces; una Barna saqueada, triste y sin apenas vanguardismo (apenas la Gauche Divine) poco que ver con la que decenios más tarde sería celebrado por un puñado de temerarios madrileños. En ese confuso territorio convivía la tristeza de Pelé, las bellezas de Batista, aquel dictador cubano previo al de ahora, el mal humor de Di Stefano o las cervezas y siestas de un centenario de Sarriá que sólo se convenció de la idoneidad de dejarlo cuando murió su mujer (por qué no decirlo) en una tarde de nieve.
Unos pasajes para entristecerse y reír un rato. Así era la vida entonces. Cuando la gente iba de cara. Cuando los periodistas tenían valentía y talento, irreverencia y lecturas. Claro que el señor Gonzalo Suárez (Remando al Viento, el Detective y la Muerte), al poco se hizo escritor y director de cine. Y ahí entra en juego la opinión de un tal Julio Cortázar: “Escritor que hace cine, cineasta que regresa a la Literatura? De cuando en cuando hay mariposas que se niegan a dejarse clavar en el cartón de las bibliografías y los catálogos, de cuando en cuando, también, hay lectores o espectadores que siguen prefiriendo las mariposas vivas a las que duermen su triste sueño en las cajas de cristal".
Por mi parte, privilegio en mi memoria el disparate que debió ser una cena con Buñuel, en la que el genio reía, criticaba, improvisaba nuevas vidas y dibujaba lucidez sobre el mundo y el cine como quien se rasca la cabeza.
También queda una escena que habla de todos los tiempos. El periodista quería seguir la trayectoria de una semigloria españolista; brasileño y de natural amable. Tras varios pasos en agua, estaba a punto de dejarlo. Pero abrió la puerta el negro y su mujer, el (intuimos) precioso y alborotado culo de su mujer, se escondía habitaciones adentro dejando tras de sí el desorden de la mejor batalla. El caso es que al tío le habían puteado a base de bien. Pero lejos de bajar la cabeza mantenía una dignidad poco frecuente. El brasileño del que nadie se acordaría decenios después, sonreía con su mejor deje melancólico y declamaba: “No les guardo rencor. Porque querer a quien te quiere no tiene mérito. Lo difícil es lo otro”. La escena, el libro (mi libro), ojalá el día, terminaba con la puerta cerrándose de nuevo y las risas de la mujer. La gloria (de nuevo) a punto.
No todo son caramelos. También hay una buena dosis de sarcasmo. Pero eso lo hace todo más real y carismático.
Sucedió a mediados de los sesenta. Un tipo que se hacía llamar Martín Girard se pateaba de esquina a cumbre la Barcelona de entonces; una Barna saqueada, triste y sin apenas vanguardismo (apenas la Gauche Divine) poco que ver con la que decenios más tarde sería celebrado por un puñado de temerarios madrileños. En ese confuso territorio convivía la tristeza de Pelé, las bellezas de Batista, aquel dictador cubano previo al de ahora, el mal humor de Di Stefano o las cervezas y siestas de un centenario de Sarriá que sólo se convenció de la idoneidad de dejarlo cuando murió su mujer (por qué no decirlo) en una tarde de nieve.
Unos pasajes para entristecerse y reír un rato. Así era la vida entonces. Cuando la gente iba de cara. Cuando los periodistas tenían valentía y talento, irreverencia y lecturas. Claro que el señor Gonzalo Suárez (Remando al Viento, el Detective y la Muerte), al poco se hizo escritor y director de cine. Y ahí entra en juego la opinión de un tal Julio Cortázar: “Escritor que hace cine, cineasta que regresa a la Literatura? De cuando en cuando hay mariposas que se niegan a dejarse clavar en el cartón de las bibliografías y los catálogos, de cuando en cuando, también, hay lectores o espectadores que siguen prefiriendo las mariposas vivas a las que duermen su triste sueño en las cajas de cristal".
Por mi parte, privilegio en mi memoria el disparate que debió ser una cena con Buñuel, en la que el genio reía, criticaba, improvisaba nuevas vidas y dibujaba lucidez sobre el mundo y el cine como quien se rasca la cabeza.
También queda una escena que habla de todos los tiempos. El periodista quería seguir la trayectoria de una semigloria españolista; brasileño y de natural amable. Tras varios pasos en agua, estaba a punto de dejarlo. Pero abrió la puerta el negro y su mujer, el (intuimos) precioso y alborotado culo de su mujer, se escondía habitaciones adentro dejando tras de sí el desorden de la mejor batalla. El caso es que al tío le habían puteado a base de bien. Pero lejos de bajar la cabeza mantenía una dignidad poco frecuente. El brasileño del que nadie se acordaría decenios después, sonreía con su mejor deje melancólico y declamaba: “No les guardo rencor. Porque querer a quien te quiere no tiene mérito. Lo difícil es lo otro”. La escena, el libro (mi libro), ojalá el día, terminaba con la puerta cerrándose de nuevo y las risas de la mujer. La gloria (de nuevo) a punto.