jueves, septiembre 07, 2006

Alma de lobo (2)


Hay muchos lobos con talento. Fuertes. Valientes. Potentes. Grandes. Y también los hay un poco demasiado pequeños para la supervivencia. A esos, Pepu les dijo: si somos más pequeños, tendremos que ser más rápidos. Y España reventó a Grecia. De todos ellos, Gasol ha recibido con merecimiento el MVP. Por sus números y por su inspiración. Ha estado en sus estadísticas NBA, pero ha jugado con una determinación y corazón que emocionan. Como si a Fernando Martín le hubiesen sumado diez centímetros. Con la gracia que tiene ver a un tipo a medio camino entre vagabundo y grunchero atender con amabilidad a todo bicho viviente. Navarro se ha confirmado como una versión amable de Drazen Petrovic; hay jugadas, hay momentos en los que parece que sus canastas y sus movimientos no son mejorables. Garbajosa lo hace todo bien menos jugar de pívot (de espaldas al aro). Ni falta que le hace: ningún pívot actual tira y pasa como él. Calderón nunca se podrá reprochar nada cuando llegue a viejo: pule al detalle cada acción. El problema es que a veces compite con demasiada ansiedad; lo malo de gastar tanta autoexigencia. Pero hacía tiempo que no veíamos a un base con tan buena lectura del juego y ese don para dejar bandejas. Jiménez: el señor de los intangibles: rebañando rechaces, generando espacios, leyendo pases y apurando en defensa. Del resto, no es fácil ser rápido. Rudy nos hace dudar de la existencia de atmósfera; un proyecto de Kobe a la europea. Berni: anima una jartaá y cuando sale lo hace casi todo bien. Cabezas: se pone nervioso con la roja, pero con confianza no hay dios que detenga su entrada a canasta y aplicación defensiva (verdad Mister Papadoukas?). Mumbrú: Chicho Sibilio en blanco, un buen exponente del suavemente me matas, el único de este grupo que tuvo el buen gusto de nacer en el 79. Marc Gasol: si no se duerme, seguirá cerrando muchas bocas. Felipe Reyes: ardor guerrero, su canasta tras rebote luego de tiro libro fallado define su carrera. El triunfo del instinto. Y he dejado para el postre el jugador que más me ha impresionado en este negocio: Sergio Rodríguez, la genialidad hecha baloncesto. El tipo que crea pases para el deslumbramiento donde otros solo ven laberintos.
Entretanto, Pepu a duras penas lograba contener la emoción en sus ya de por sí brillantes ojos. Lo había logrado, había pulverizado el miedo, había hecho realidad el sueño. Ampliando las rotaciones, haciendo sentir importantes a cada uno de sus hombres. Doce años de Estu, una Copa del Rey y un subcampeonato de Liga y de ULEB después había llegado a la cima de la satisfacción. Y del prestigio. Pero la calma ya no estaba ahí. Recordó entonces, cuando de pequeño, su padre le llevaba al Bernabeu. Y evocó también como cuando se puso la pintura de los dementes, escogió bailar el ritmo loco y desorganizado de los indios. Se hizo del Atlético. Pero esa era lo de menos. Como hermano mayor que había sido, lo que ya no podía sacudirse de la memoria eran los buenos momentos que había pasado junto a él. Así es la vida. Nunca hay emociones puras. Al menos nos queda el recuerdo de esa persona que un día nos enseñó a reír, a mejorar anécdotas o a no defraudar demasiadas promesas mientras compartía nuestro asombro por estar aquí.

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