Algunos de los mejores momentos de mi vida han pasado dentro de una cancha de baloncesto. O muy cerca de ella. También a través de la caja fácil. Hoy he disfrutado otra vez como un niño. España ha ofrecido una lección de dignidad, talento, ambición y clase. No ha podido ser. Pero siento como si de alguna manera el lugar, el país en el que vivo hubiese concretado todos los progresos que ha experimentado en los dos últimos decenios en el capítulo social, cultural, emocional y económico en la final olímpica que esta mañana han jugado un grupo de talentosos gigantes frente a Estados Unidos.
Admiro a esta selección porque sus integrantes han sabido aprender de las cagadas que han cometido en partidos o momentos puntuales de sus carreras deportivas y se han hecho más fuertes y versátiles gracias a ellas. El partido de hoy ha deparado vibración en estado puro. A un lado, superatletas egocéntricos buscando su particular redención. Aunque varios de ellos lo parezcan, no son estúpidos. Saben que medio planeta se mofa de sus aires de grandeza. De sus limitaciones técnicas, de su distraída deportividad y, sobre todo, su escaso conocimiento del juego en grupo. Aún así, existe algo valioso en este grupo de jugadores: su determinación ganadora, su ambición, su inmenso talento individual y un afán de superación que simboliza el alma de una nación como la de las 50 estrellas cuyos habitantes, amarrado a sus ideales de pioneros, nunca se cansan de creer que las cosas van a salir bien por derecho divino y que basta con la fe y una voluntad desmedida de trabajo para hacerlo real. Los yankees también son eso. Cómo no admirar el prolongado vuelo de James para esquivar el brazo de Rudy y anotar el contraataque a una mano. Esos chicos son hidroaviones acorazados, de una potencia física y voracidad competitiva que otorga mayor mérito a la hazaña de la gente de Aíto.
El campeonato ha sido notable, pero no soberbio. Y ya sabemos que de los más grandes nunca se esperan medianías, por lo que a los españoles les han caído más palos de las que merecían. No obstante, existe una consideración general de que el partido ha sido épico. Digamos que los Juegos Olímpicos merecían una nota de 8 hasta esta mañana.
Pero algo cambio esta amanecida. Alguien, medio borracho y fascinado, encendió la batalla. Esta vez era imposible quedarse dormido. Hubo un principal responsable: Rodolfo Fernández, carne de NBA, pero con el alma cultivada en los refinamientos tácticos de los europeos. Rudy nos ha hecho sentir orgullosos de pertenecer al antiguo final del imperio. Su actuación ha sido un compendio de virtudes callejeras, fundamentos y también de instinto: descaro, manejo vertiginosos de la pelota, triples subiendo al marcador como copos de nieve eufóricos y una jugada que ocupara un lugar privilegiado en la iconografía de los adolescentes serbios, italianos o griegos que nos disputarán la supremacía del basket en los próximos lustros: un mate en el careto de un All Star. Rodolfo, ese chico prepara los partidos escuchando música, a su bola, en el autocar de la selección, ha cogido la pelota con una determinación primitiva. Ha hecho un par de fintas y ha saltado con toda la rabia que le conceden sus 84 kilos. El resultado: se ha colgado del aro con una sola mano, sorteando una montaña de músculos llamada Dwaine Howard. 2+1. De esos que nos han endosado a cholón los americanos.
Cuando tenía que entrar una canasta, entraba, cuando precisábamos un triple, se embocaba.
La sensación era ésa. Las sensaciones. Dulce condena, sí, Davide. Pepu ha dicho que se lo pasado teta. Yo también, el corazón me rebotaba como en las grandes ocasiones y ya no tenía por qué conformarme con que Pep Cargol le robara un balón a Larry Bird.
Esta vez hemos escenificado el lema con el que jugaba (y muy bien, por cierto) el señor Solana cuando estaba en Fuenlabrada: si compites, no eres inferior a nade.
Les hemos mirado a los ojos. Felipe Reyes ha demostrado que el instinto carpanta que hizo tirar para delante a nuestros abuelos sigue corriendo por nuestras venas. Un instinto que es una sinfonía de orgullo propio, valentía y perseverancia en la mejora.
Pau estaba sobrevigilado, pero ha hecho un partido notable, mejor que cualquiera de sus hombres altos. Ha completado el mejor torneo de su vida. Las finales NBA le han curtido. Anota y rebotea como un ganador. Siempre lo fue. Pero ahora es una versión mejorada. Ruge. Con sus consejos y unos cojones quizá mayores, el tío Marc también hará fortuna en la NBA. Mi elogio también para Navarro, capaz de sobrellevar la tormenta con una sonrisa y que esta mañana ha impartido un curso completo de manejo de balón, pase y canastas bombeadas (lo que te limita también te puede hacer grande) para reivindicarse como uno de los escoltas más brillantes de nuestro baloncesto.
Mi reconocimiento también para Raúl López, al que le están cayendo ostias como panes desde todos los frentes. Al tío no le han entrado los tiros, pero nunca le ha perdido la cara a ningún encuentro, ha seguido jugando con intensidad y ha defendido como nunca.
Por supuesto, que he echado de menos la vena imaginativa del Chacho, pero estoy convencido de que pronto volverá a surtir a este combinado con sus genialidades.
Capítulo aparte merece el señor Garbajosa, otro al que le han cuestionado hasta la marca de leche que toma para el desayuno en los últimos meses. Su compromiso con este grupo y con nuestro deporte le ha costado una salida con cajas destempladas de la NBA. Y ya sabemos que la adversidad mide la talla de los hombres. Garbo lo ha pasado fatal. Se jugó la salud por acudir a un europeo donde estuvo errático pero batallador.
Primero en Toronto, donde la lesión no ha cicatrizado y sus dirigentes se han olvidado de la persona para poner la saca. Después, con los aficionados que le afean que se vaya a Rusia por la pasta. Y obvian el tentador proyecto deportivo. Además, quién en su lúcido juicio va a decir no a 6 millones de euros limpios por dos años. Pasará frío, pero sabrá templar el temporal porque es un currante nato y uno de los jugadores más inteligentes que he presenciado en una pista, uno que lee los movimientos del adversario con dos décimas de anticipación, lo que le convierte en uno de los defensores de más valiosos de Spain. Eso por no hablar de sus intangibles (y que por fin vuelven a llover sus triples).
Enfrente, Kobe representa lo mejor y peor de los viejos amos del negocio. Como esto es un negocio, los bisnietos del Tío Sam han tenido barra libre para cometer pasos de salida e ir dopados hasta las cejas (sí, otra vez no han pasado los controles). Unas ventajas que no invalidan su triunfo, pero sí le restan legitimidad. Es como si comparásemos el devenir amoroso de un muchacho en una semana cualquiera con el de otro muchacho que un día (y durante una semana) amanece con la jeta y el porte de José Coronado, con su chorboagenda…Too easy, que le diría el agente Caladero a su colega sueca. Kobe es lo mejor porque es un tío que ha sabido redimirse. Y ama este deporte por encima de todas las cosas. Respeta a los deportistas y a su oponente (bonito gesto con Pau). Es un respeto que no le ha venido de serie. Y al margen de consideraciones éticas, porque es un superclase, un grandísimo jugador que ha prestigiado este campeonato, con un último cuarto para la videoteca: 13 puntos, con triples en escorzos imposibles. Kobe a veces es lo peor porque la prepotencia le puede y, en el fondo sigue perdonando la vida…pero ha mejorado como jugador (defiende con pasión) y como persona. Esto ha molado porque les hemos llevado al límite, ha exprimirse.
Y casi les tumbamos. ¿Y ahora qué? Ahora toca seguir progresando en la esperanza de que en cuatro años el mago de Masnou siga maravillando en Londres. Para entonces, Ricky seguirá explorando su límite en la NBA. ¿Dónde está su límite? No lo sé, sólo sé que este niño hombre que madruga a las 6.00 cuando no está de vacaciones, también nos ha cautivado en esta final con su clase para robar balones, haciendo sencillos los pases y derrochando criterio en la dirección (mientras jugaba con la mano medio rota).
Y esto no es como algunos melancólicos vocacionales anuncian, esto no es irrepetible, esto sólo es un capítulo más fascinante de una historia que a veces vivimos en tercera persona, otras en segunda y, cada miércoles en una cancha destartalada del semicentro madrileño, en primera.
Gracias, chicos.
Admiro a esta selección porque sus integrantes han sabido aprender de las cagadas que han cometido en partidos o momentos puntuales de sus carreras deportivas y se han hecho más fuertes y versátiles gracias a ellas. El partido de hoy ha deparado vibración en estado puro. A un lado, superatletas egocéntricos buscando su particular redención. Aunque varios de ellos lo parezcan, no son estúpidos. Saben que medio planeta se mofa de sus aires de grandeza. De sus limitaciones técnicas, de su distraída deportividad y, sobre todo, su escaso conocimiento del juego en grupo. Aún así, existe algo valioso en este grupo de jugadores: su determinación ganadora, su ambición, su inmenso talento individual y un afán de superación que simboliza el alma de una nación como la de las 50 estrellas cuyos habitantes, amarrado a sus ideales de pioneros, nunca se cansan de creer que las cosas van a salir bien por derecho divino y que basta con la fe y una voluntad desmedida de trabajo para hacerlo real. Los yankees también son eso. Cómo no admirar el prolongado vuelo de James para esquivar el brazo de Rudy y anotar el contraataque a una mano. Esos chicos son hidroaviones acorazados, de una potencia física y voracidad competitiva que otorga mayor mérito a la hazaña de la gente de Aíto.
El campeonato ha sido notable, pero no soberbio. Y ya sabemos que de los más grandes nunca se esperan medianías, por lo que a los españoles les han caído más palos de las que merecían. No obstante, existe una consideración general de que el partido ha sido épico. Digamos que los Juegos Olímpicos merecían una nota de 8 hasta esta mañana.
Pero algo cambio esta amanecida. Alguien, medio borracho y fascinado, encendió la batalla. Esta vez era imposible quedarse dormido. Hubo un principal responsable: Rodolfo Fernández, carne de NBA, pero con el alma cultivada en los refinamientos tácticos de los europeos. Rudy nos ha hecho sentir orgullosos de pertenecer al antiguo final del imperio. Su actuación ha sido un compendio de virtudes callejeras, fundamentos y también de instinto: descaro, manejo vertiginosos de la pelota, triples subiendo al marcador como copos de nieve eufóricos y una jugada que ocupara un lugar privilegiado en la iconografía de los adolescentes serbios, italianos o griegos que nos disputarán la supremacía del basket en los próximos lustros: un mate en el careto de un All Star. Rodolfo, ese chico prepara los partidos escuchando música, a su bola, en el autocar de la selección, ha cogido la pelota con una determinación primitiva. Ha hecho un par de fintas y ha saltado con toda la rabia que le conceden sus 84 kilos. El resultado: se ha colgado del aro con una sola mano, sorteando una montaña de músculos llamada Dwaine Howard. 2+1. De esos que nos han endosado a cholón los americanos.
Cuando tenía que entrar una canasta, entraba, cuando precisábamos un triple, se embocaba.
La sensación era ésa. Las sensaciones. Dulce condena, sí, Davide. Pepu ha dicho que se lo pasado teta. Yo también, el corazón me rebotaba como en las grandes ocasiones y ya no tenía por qué conformarme con que Pep Cargol le robara un balón a Larry Bird.
Esta vez hemos escenificado el lema con el que jugaba (y muy bien, por cierto) el señor Solana cuando estaba en Fuenlabrada: si compites, no eres inferior a nade.
Les hemos mirado a los ojos. Felipe Reyes ha demostrado que el instinto carpanta que hizo tirar para delante a nuestros abuelos sigue corriendo por nuestras venas. Un instinto que es una sinfonía de orgullo propio, valentía y perseverancia en la mejora.
Pau estaba sobrevigilado, pero ha hecho un partido notable, mejor que cualquiera de sus hombres altos. Ha completado el mejor torneo de su vida. Las finales NBA le han curtido. Anota y rebotea como un ganador. Siempre lo fue. Pero ahora es una versión mejorada. Ruge. Con sus consejos y unos cojones quizá mayores, el tío Marc también hará fortuna en la NBA. Mi elogio también para Navarro, capaz de sobrellevar la tormenta con una sonrisa y que esta mañana ha impartido un curso completo de manejo de balón, pase y canastas bombeadas (lo que te limita también te puede hacer grande) para reivindicarse como uno de los escoltas más brillantes de nuestro baloncesto.
Mi reconocimiento también para Raúl López, al que le están cayendo ostias como panes desde todos los frentes. Al tío no le han entrado los tiros, pero nunca le ha perdido la cara a ningún encuentro, ha seguido jugando con intensidad y ha defendido como nunca.
Por supuesto, que he echado de menos la vena imaginativa del Chacho, pero estoy convencido de que pronto volverá a surtir a este combinado con sus genialidades.
Capítulo aparte merece el señor Garbajosa, otro al que le han cuestionado hasta la marca de leche que toma para el desayuno en los últimos meses. Su compromiso con este grupo y con nuestro deporte le ha costado una salida con cajas destempladas de la NBA. Y ya sabemos que la adversidad mide la talla de los hombres. Garbo lo ha pasado fatal. Se jugó la salud por acudir a un europeo donde estuvo errático pero batallador.
Primero en Toronto, donde la lesión no ha cicatrizado y sus dirigentes se han olvidado de la persona para poner la saca. Después, con los aficionados que le afean que se vaya a Rusia por la pasta. Y obvian el tentador proyecto deportivo. Además, quién en su lúcido juicio va a decir no a 6 millones de euros limpios por dos años. Pasará frío, pero sabrá templar el temporal porque es un currante nato y uno de los jugadores más inteligentes que he presenciado en una pista, uno que lee los movimientos del adversario con dos décimas de anticipación, lo que le convierte en uno de los defensores de más valiosos de Spain. Eso por no hablar de sus intangibles (y que por fin vuelven a llover sus triples).
Enfrente, Kobe representa lo mejor y peor de los viejos amos del negocio. Como esto es un negocio, los bisnietos del Tío Sam han tenido barra libre para cometer pasos de salida e ir dopados hasta las cejas (sí, otra vez no han pasado los controles). Unas ventajas que no invalidan su triunfo, pero sí le restan legitimidad. Es como si comparásemos el devenir amoroso de un muchacho en una semana cualquiera con el de otro muchacho que un día (y durante una semana) amanece con la jeta y el porte de José Coronado, con su chorboagenda…Too easy, que le diría el agente Caladero a su colega sueca. Kobe es lo mejor porque es un tío que ha sabido redimirse. Y ama este deporte por encima de todas las cosas. Respeta a los deportistas y a su oponente (bonito gesto con Pau). Es un respeto que no le ha venido de serie. Y al margen de consideraciones éticas, porque es un superclase, un grandísimo jugador que ha prestigiado este campeonato, con un último cuarto para la videoteca: 13 puntos, con triples en escorzos imposibles. Kobe a veces es lo peor porque la prepotencia le puede y, en el fondo sigue perdonando la vida…pero ha mejorado como jugador (defiende con pasión) y como persona. Esto ha molado porque les hemos llevado al límite, ha exprimirse.
Y casi les tumbamos. ¿Y ahora qué? Ahora toca seguir progresando en la esperanza de que en cuatro años el mago de Masnou siga maravillando en Londres. Para entonces, Ricky seguirá explorando su límite en la NBA. ¿Dónde está su límite? No lo sé, sólo sé que este niño hombre que madruga a las 6.00 cuando no está de vacaciones, también nos ha cautivado en esta final con su clase para robar balones, haciendo sencillos los pases y derrochando criterio en la dirección (mientras jugaba con la mano medio rota).
Y esto no es como algunos melancólicos vocacionales anuncian, esto no es irrepetible, esto sólo es un capítulo más fascinante de una historia que a veces vivimos en tercera persona, otras en segunda y, cada miércoles en una cancha destartalada del semicentro madrileño, en primera.
Gracias, chicos.